Dosier Infancia y vejez en la literatura española:
cruces, modulaciones, figuras
Modulaciones imaginativas de la infancia en la poesía de Luis García Montero y Fernando Beltrán
Resumen:
En el presente artículo, analizamos Poemas de Tristia (1982) y El jardín extranjero (1983) de Luis García Montero (Granada, 1958) y Aquelarre en Madrid (1983) y Gran vía (1990) de Fernando Beltrán (Oviedo, 1956) desde la categoría que denominamos figuraciones de la niñez o dibujos imaginativos de infancia (Sierra, 2021).
Dicha selección de textos nos permite establecer algunos puntos de encuentro entre sus poéticas particulares porque en ambos casos, desde sus publicaciones iniciales, la infancia se encuentra presente. En la poética de García Montero se vincula con la descripción del entramado de la ciudad natal y con las imágenes de la posguerra española, en el caso de Beltrán, se vincula con el deambular por diversos espacios de Madrid. En esta línea, leemos el cruce de una infancia visible y una infancia imaginaria que se proyecta desde los poemas.
Palabras clave: Poesía, Infancia, García Montero, Beltrán, Modulaciones.
Imaginative modulations of childhood in the poetry of Luis Garcia Montero and Fernando Beltran
Abstract:
In this article, we analyze Poemas de Tristia (1982) and El jardín extranjero (1983) by Luis García Montero (Granada, 1958) and Aquelarre en Madrid (1983) and Gran vía (1990) by Fernando Beltrán (Oviedo, 1956) from the category we call figurations of childhood or imaginative drawings of childhood (Sierra, 2021).
This selection of texts allows us to establish some meeting points between their particular poetics because in both cases, from their initial publications, childhood is present. In García Montero's poetics, it is linked to the description of the fabric of the city of his birth and to the images of the Spanish postwar period, and in Beltrán's case, it is linked to the wandering through different spaces in Madrid. In this line, we read the crossing of a visible childhood and an imaginary childhood that is projected from the poems.
Keywords: Poetry, Childhood, Garcia Montero, Beltran, Modulations.
Fernando Beltrán y Luis García Montero comienzan a publicar sus escritos a fines de los años 70 en España, siendo premiados por sus primeros trabajos: García Montero gana en 1979 el “Premio de Poesía Federico García Lorca” de la Universidad de Granada por su primer libro, Y ahora ya eres dueño del puente de Brooklyn (1980) y Beltrán, en el año 1982, obtuvo el accésit del Premio Adonáis con su poemario Aquelarre en Madrid (1980) que se reeditó dos veces con posterioridad. En este sentido, ambos lograron ubicarse en el foco de atención con la obtención de dichos premios literarios, lo cual les permitió un rápido acenso dentro del escenario poético de la época.1 Y a partir de allí, no han dejado de escribir poesía.
En esos inicios, sus poéticas se perfilaron desde estéticas distintas: Luis García Montero impulsó su propuesta de la otra sentimentalidad y Fernando Beltrán defendió la línea del sensismo. Con los años, sus trayectorias se consolidaron desde contornos más cercanos a la llamada poesía de la experiencia, tendencia dentro de la cual la crítica los ha reunido aun reconociendo sus matices particulares.2
En este trabajo nos interesa analizar algunos de los poemarios de los comienzos de estos poetas donde aparentemente la infancia no es un tema central y por ello no ha sido atendido en las líneas de lectura predominantes. Sin embargo, consideramos que, en estos textos iniciales, la infancia es materia vertebradora que hace su aparición no sólo como tópico sino también como modulación o dibujo imaginativo. En este sentido, para analizar la infancia en la poesía distinguimos dos formas amplias en las que convergen líneas para pensar este aspecto en la literatura: por una parte, estudios que la abordan desde enfoques cronológicos como una etapa de la vida y, por otra parte, reflexiones desde donde se la concibe como un tiempo inconcluso, como etapa previa del lenguaje articulado; hecho que permite el ingreso de otras teorizaciones sobre el tema. De este modo, leemos estos textos en un cruce entre la infancia visible y la infancia imaginaria. Es decir, la primera categoría remite al abordaje que articula la infancia como tema o tópico (por ejemplo, poemas donde los niños son los protagonistas) y la segunda refiere a lo que leemos a contrapelo: una infancia que se modula o se dibuja imaginariamente en los poemas a partir de diversos procedimientos formales y del trabajo específico con la lengua.
Desde su etimología, infans nos remite a la ausencia de habla, por ello si el infante es el que no habla, es en la tensión que produce la posibilidad de tener o no tener lengua, donde la infancia irrumpe (Fumis, 2016, 2019; Muzzopappa, 2017). En este sentido, para conceptualizar la categoría que llamamos figuraciones de la niñez o dibujos imaginativos de la infancia iniciamos la reflexión en trabajos previos (Sierra, 2021) desde una analogía: cuando un niño dibuja garabatos puede posteriormente señalar lo dibujado dándole entidad, vinculándolo con objetos que refieren a su realidad. La infancia se filtra en la tensión entre los trazos dibujados y lo que un niño puede decir de él, pero como el infante no habla nos envía a lo imaginado o a lo fantaseado. La irrupción de la infancia se presenta en los poemas como ensoñaciones de infancia, siguiendo los planteos de Bachelard (1997), quien piensa que éstas se convierten en el germen de una obra poética y se relacionan con un tiempo elegíaco, un tiempo íntimo que perdura en el adulto.
En esta línea, relacionamos dichas ensoñaciones con la propuesta de Adriana Canseco (2020), porque postula que hay una lengua que se inscribe en la ensoñación materna y ese ensoñamiento es como un éter de la conciencia, como una lengua sustraída de los deberes establecidos. Así se instalan los dibujos imaginativos de infancia, en los intersticios donde la lengua es suspendida pero que irrumpe con sus figuras, enviándonos al territorio de la imaginación y de la memoria. Como plantea Mallol (2012), hablar de la voz de los niños es hablar de aquellas voces que no tienen el peso de los ritos de la cultura, ni están cohesionadas en compromisos sociales; sino que son voces que pueden desconfiar, cuestionar el orden y construir lazos culturales distintos con otros sujetos y objetos porque tienen la posibilidad de elaborar una mirada renovada sobre el mundo.
Por otra parte, referirnos a las modulaciones de infancia nos permite ampliar el abanico de la categoría propuesta y profundizar en los modos en los que la infancia aparece. La modulación se relaciona directamente con la voz, con los cambios armoniosos de tono y de frecuencia, nos remite a las variaciones articuladas del lenguaje, cuestiones propias que se juegan en la infancia.
En Poemas de Tristia (1982) y El jardín extranjero (1983) de García Montero y en Aquelarre en Madrid (1983) y Gran vía (1990) de Fernando Beltrán, observamos una relación entre la infancia y el deambular por las ciudades. Dicha relación permite, en ocasiones, vincularse con sus ciudades natales y en otras oportunidades, con las imágenes de la posguerra española o con otros conflictos bélicos de fines del siglo XX. Por lo dicho, la lectura implica realizar un cruce entre la infancia visible que se proyecta como tema de los poemas y esa otra infancia que irrumpe y que se perfila como un dibujo imaginario, como una ensoñación que perdura en la voz adulta.
Modulaciones en García Montero: niños urbanos3
En 1982, García Montero publica Poemas de Tristia en colaboración con el poeta Álvaro Salvador, bajo el nombre de Álvaro Montero. El primer poema, titulado “Los automóviles”, establece una vinculación entre la vida y la constitución de la ciudad. Los versos del inicio equiparan el año del nacimiento del poeta (1958) con la llegada de los automóviles: “Los automóviles llegaron aquí un año de repente, / y con ellos el tiempo, hacia mil novecientos / cincuenta y ocho entonces” (2020, p. 33).4 Esa comparación le permite remontarse al escenario de la casa de su niñez, donde: “Nos fue dado el amor / de pronto por la vida y sus cosas pequeñas, / armarios diminutos donde encerrar la infancia” (2020, p. 33). De esta manera, el libro continúa con un tono melancólico, yendo y viniendo entre dos temas: el amor y la muerte, ambos atravesados por la reflexión sobre el tiempo.
Muchos de los poemas que giran en torno al tópico amoroso, se construyen desde la inocencia propia de los juegos de los niños. Observamos el dibujo de infancia para hablar del encuentro amoroso en el siguiente poema sin título:
Yo te ofrezco la magia:
esconderme tu boca
detrás de las muñecas,
hacer tu desnudez
invisible en mis hombros.
¡Desaparezcas tú!
Debajo de mi espalda
salgan sólo tus manos
en forma de palomas
y atónita
preguntes
en qué parte del acto
pudiera estar el truco. (2020, p. 40)
Si bien aquí se evidencia un tono erótico que remite a un juego de adultos, nos interesa centrar la lectura en el modo en que la voz poética se refiere a la magia y a los trucos, los cuales tiñen el poema de un tono de inocencia y simpleza e incitan a la amante a recobrar una mirada nueva porque, en otras palabras, para amar hay que mirar de nuevo, hay que tener ojos de niño. Este nuevo mirar se refuerza con el deseo del yo que enuncia: que la amada pregunte, que quiera saber cómo funciona el truco y la magia.
También el amor se eleva como juego en “Secreto” (2020, p. 46) en el cual el poeta construye el encuentro prohibido entre los amantes con precisas metonimias. La infancia aparece como irrupción de una lengua otra, lengua que se desprende de los mandatos sociales, donde lo prohibido es posible: “y allí / sin los silencios / del joven que se enfrenta” (2020, p. 46) se abre una lengua del acuerdo, que sobrepasa cualquier discurso moralizante. Esto se amplifica con el poema que continúa donde leemos: “Se agradecen aquí / ciertos breves descuidos del lenguaje / como adverbios de tiempo y de lugar / que nos permiten coincidir ahora / en el oscuro reino de la vida”. (2020, p. 47).
Por otra parte, el amor también se recupera desde lo familiar, como sucede con el poema “El envés de la trama” donde los versos se inician con una marca autoficcional:5 “Nosotros los Montero, tuvimos en común / el lento amanecer de la calle Lepanto” (2020, p. 52). El amor familiar se construye en la casa natal, desde donde la meditación sobre el paso del tiempo se manifiesta:
Empezar por Chopin
sería necesario: como un reloj su piano,
la caricia de ese cuerpo invisible
que es el tiempo, cuando la vida entonces
era sólo una anécdota y el futuro quizá
aún estaba en su sitio. (2020, p. 52)
Y así como en el primer poema hay referencia al año del nacimiento del poeta, existe otro poema titulado “1966”, que nos remite a su infancia. Allí la fecha se liga con una anécdota que, varios años después, García Montero recupera en su libro Un velero bergantín (2014) donde recuerda la primera vez que su padre le lee La canción del pirata de Espronceda. En este poema expresa:
Era otro el mar; o tal vez una historia
de libertad y ron
donde pensar feliz en la distancia.
Quién no guardó un pirata
debajo de su piel,
quién no buscaba pólvora en la espuma
del último espigón
o escondía
la boca del diablo sobre los rompeolas. (2020, pp. 53-54)
El eje del tiempo vertebra el poema y se manifiesta en los primeros versos de cada estrofa, en las que con anáforas y variaciones leemos: “Es otro el mar”, “Es otro el mar que vimos”, “Era otro el mar, o tal vez una historia”, “Era otro el mar”. Y en los últimos versos refuerza que, si bien ese mar de la infancia era otro, ahora queda “tal vez una esperanza de ron… (o de marea) / un secreto con rumbo a la deriva” (2020, p. 54), versos que hacen eco con los del primer poema: se trata de encerrar la infancia en “armarios diminutos.”
En el último poema, con su título “Aventura en la ciudad cerrada”, la idea de “aventura” establece una relación con los juegos de infancia y la figura de Espronceda también es convocada desde la intertextualidad. Y aunque hay distancia, porque en el texto de Espronceda no hay inocencia ni infancia posible, creemos que, como plantea Chirillo:
Desde un principio se notan las alusiones, claras aunque sutiles, al Estudiante de Salamanca de Espronceda. Estos ecos se empiezan a notar con la presencia de dos amantes como personajes de esta “aventura”, así como en El Estudiante de Salamanca los personajes principales son una pareja que también camina por la ciudad: la muerte y don Félix de Montemar. (2002, pp. 11-12)
Como poema de cierre, esta aventura recapitula los tópicos trabajados a lo largo del poemario: el amor, la muerte y el tiempo en el escenario urbano y los une desde la utilización de cadenas semánticas que remiten a otros poemas: pólvora en los labios, crimen, pasión. También aquí se utilizan varios de los procedimientos que hemos observado: la ciudad tiene características humanas: “sobre su piel de luces escondidas” (2020, p. 59), “como un brazo extendido / yacerá la ciudad a tu regreso (…)” y se reitera la apelación constante a la segunda persona: el yo que enuncia se dirige a un tú, característica particular de su primer poemario, Ahora ya eres dueño del Puente de Brooklyn (1980). Además, coincidimos con Chirillo (2002) cuando sostiene que:
En este poema García Montero arremete contra la soledad y la violencia urbana, creando una imagen poderosa de Granada como un cementerio lleno de muertos. Aquí el hombre y la muerte se encuentran tomados de la mano en un recorrido que los lleva sin pausa hacia la destrucción, idea que es subrayada a través de los ecos del Estudiante de Salamanca, aunque en este poema es el hombre el que va guiando a la muerte por su ciudad. (2002, p.13)
Y en este sentido, es un hecho significativo que la ciudad en esta aventura, no es cualquier ciudad, es Granada: su ciudad natal, aquella donde se encuentra la calle Lepanto de la casa familiar. Aquella donde las “aventuras” fueron posibles. Pero a su vez, en este poema, la idea de “aventura” puede desdibujarse, alejarse de la idea de juego de niños e instalarse desde un sentido irónico. Si tomamos esa interpretación, de igual modo observamos que en estos poemas García Montero se vale del mundo infantil, toma sus elementos porque estos le permiten dialogar, meditar y reflexionar sobre el tiempo, el amor, la muerte, ejes que como dijimos, son recurrentes en el poemario.
En 1983 García Montero publica El jardín extranjero, ganador del Premio Adonáis en 1982. Como plantea Juan Carlos Rodríguez (1999), los poemas disponen una reconstrucción del sí mismo a través de tres niveles que se interrelacionan: la ciudad, el amor y el símbolo. Y podríamos considerar cómo, desde el inicio, la infancia se hace presente en todas esas instancias.
El poema que abre el libro comienza con un recuerdo de infancia visible: “Será porque el amor tenía entonces / el color de las lámparas de gas / y yo tan pocos años que miraba / caer en las hamacas / una lenta experiencia de cansado / septiembre.” (2020, p. 69). Como lee Rodríguez: “la ciudad es un verano de niñez” (1999, p. 174) desde donde se contempla el jardín y las caídas de las tardes, un jardín “donde nada pasaba” (García Montero, 2020, p. 69). Allí, el adulto sostiene: “Y era un tiempo feliz el que vivimos, / según dijeron luego. De mi infancia recuerdo / dos zapatos vacíos y azules en el suelo, / el olor de la casa, / sus ojos y los tuyos que llegaron despacio / igual que aquellos sueños / heridos tibiamente por un lápiz de labios, / carmín desesperado de posguerra.” (2020, pp. 69-70). Y luego de unos versos, reitera: “De mi infancia recuerdo la bruma de los barcos / y una luna deshecha, tatuada en el mar.” (2020, p. 70). Estos recuerdos de infancia se construyen metonímicamente, como fragmentos de imágenes que se activan desde el presente de la adultez. Hay una constatación de que la infancia fue feliz no por los recuerdos en sí, sino porque otros se lo han relatado al poeta. Porque “Todo me llega débil como un baile lejano” (2020, p. 71). Y el cierre del poema retoma la escena de infancia del inicio y la contrapone con el presente del yo que enuncia: “Será porque el amor soñaba entonces / el color de las lámparas de gas / y yo recuerdo ahora / su fría insuficiencia, colgada sobre un mástil / que nos dejó en la tierra. / Entonces, / tal vez tú lo recuerdes, / nos hablaba en voz baja la luz de la ciudad.” (2020, p. 71). La reflexión del final, que se construye con una prosopopeya y una metáfora sinestésica, refuerza el movimiento de una infancia visible hacia una infancia imaginada en la adultez. Esta se presenta como dibujo: aquellas luces de las lámparas que parecían ser insuficientes, se convierten en los trazos que le permiten a la voz poética proyectar la ciudad. Y esa proyección se refuerza con la voz que se dirige a un tú, ese otro con quien ha compartido la experiencia, que ha sido testigo de esos recuerdos. Esto también se relaciona con otro poema del primer apartado, que se titula “El arte militar”, donde leemos:
Hemos hablado mucho cuerpo a cuerpo
y el arte militar no es sólo el gesto
de caballos o tanques en la infancia.
Tampoco la verdad.
Sucede en general que el mundo cambia,
no demasiado rápido a menudo,
que un día
es extraño sentirse detenido
con demasiadas cosas escritas en la piel
y uno se encuentra en medio de todo cuanto era,
desconcertado y torpe,
sacrificando incluso la nostalgia. (2020, p. 75)
Rememorar el pasado es atravesar el tiempo de la posguerra, las herencias de la posguerra. El poema carga con alusiones autoficcionales que se cuelan aquí porque el padre del poeta, Luis García López, tenía la graduación de teniente y estuvo desde 1956 en la Compañía de Alta Montaña de Sierra Nevada. En este sentido, el “arte militar” fue algo que el poeta conoció desde niño. Además, como explica Morante (2011), García Montero en su primera adolescencia practica equitación en la Real Sociedad Hípica de Granada, institución en la que: “el temprano apoyo de Capitanía General transforma la fisonomía del club al servir de zona de uso para el regimiento de caballería, por lo que en las instalaciones es frecuente la presencia de militares.” (2011, p. 17). Con estos datos se resignifican los versos, el arte militar fue parte de una infancia en el hípico. Algo similar sucede en “Hospital de Santiago” donde leemos: “Entramos en Santiago. / Parecido / al olor a caballos de la infancia. / algo nos atrapó seguramente.” (García Montero, 2020, p. 78). El poema se construye como una narración que nos lleva hacia las metáforas. En este caso, la observación del recorrido por las ruinas del hospital se equipara con el recorrido por el tiempo y la historia, donde: “Desde los arcos / nos miraban caídos los párpados del tiempo, / y nos sentimos débiles en medio / de la vida.” (2020, p. 78). Y unos versos luego: “Y casi sorprendiendo / una postura obscena de los mitos / traspasamos ocultos corredores, / huellas abandonadas, naves / y escaleras flotando torcidas sobre un mar / de escombros que descansan, / charcos de tiempo, / vidrios, / que nos dejaron solos / en las entrañas turbias de su reloj / varado.” (2020, pp. 78-79). La descripción y las sensaciones que provocan el recorrido y el paisaje se confunden con otro más profundo, el paisaje que nos permite ingresar en la imaginación y la memoria. En estos versos se dibuja la infancia porque desde los ojos del adulto se renueva la mirada y todo lo observado se compara y se mide con lo que fue observado en la infancia: “Como cuando se crece de repente / todo fue más pequeño / y una lejana sensación de asombro / se adueñó de nosotros.” O versos después: “Parecidos / a los caballos blancos de la infancia / pisamos las ruinas de un imperio.” (2020, p. 79). Este dibujo también funciona como una ensoñación de infancia (Bachelard,1997) no porque recupere una infancia feliz, sino porque los recuerdos son idealizados desde un sentir infantil. Hacia el final, esto le permite observar la ciudad: “entre las cicatrices de un viento que pasaba / tal vez para decirnos / de qué manera crece la hierba del silencio, / cómo tiemblan los patios de soledad y tarde.” (2020, p. 80). La infancia es aquí, como las cicatrices de ese viento que pasa, que irrumpe, para responder a los interrogantes.
En estas producciones, García Montero recupera la lucidez de uno de sus precursores, Jaime Gil de Biedma, quien marcó su educación sentimental y la de muchos otros poetas de los años ochenta. Los modos de pronunciarse sobre la posguerra española, así como el tratamiento de las vinculaciones o tensiones entre lo confesional y el testimonio histórico, son antecedentes que leemos en Biedma. Como sostiene Bagué Quílez:
De Gil de Biedma se aprovecha todo: la pudorosa recuperación de las emociones; la asociación del “juego de hacer versos” con un hermoso simulacro o con un “vicio solitario”; la supresión de los límites entre lo público y lo privado; y la fractura de las subjetividades de bulto redondo que habían predominado en la lírica social (Scarano 2004: 98-104). Gil de Biedma encarna ni más ni menos que “la historia literaria de la posguerra” (García Montero 1993: 121), gracias al tratamiento metafórico que reciben los símbolos de vencedores y vencidos. (2016, p. 37)
En este sentido, en el poema “Como cada mañana”, García Montero también tiende a acercarse a los mecanismos de la narración y su construcción es similar al que leímos con anterioridad: en este caso, la infancia visible se presenta con un recorrido por la ciudad hasta la llegada al colegio. El yo que enuncia pasa del presente al pretérito para describir las acciones y las sensaciones de “cada mañana”. Coincidimos con Lorenzo Ares (2012) cuando sostiene que:
La voz poética rememora la infancia en el contexto del ambiente deprimido de la posguerra, pero esta toma de conciencia íntima resume y representa un sentimiento colectivo, ya que finalmente el recuerdo de su soledad simboliza la soledad de toda una generación: «Ahora sé/ que en aquella ciudad deshabitada/ la gente andaba triste, / con una soledad definitiva/ llena de abrigos largos y paraguas». (2012, p. 72)
La melancolía que se teje en el paisaje urbano, también se hace visible en el poema “Sonata triste para la luna de Granada”. El poema se construye con un tono coloquial que va y vuelve del pretérito al presente y allí, la infancia aparece en los versos autoficcionales que describen la ciudad natal en la posguerra:
Aquí
no tuvimos batallas sino esperas.
La guerra fue un camión que nos buscaba,
detenido en la puerta,
partiendo con sus ojos encendidos
de espía
y al abrigo del mar.
Más tarde
entre canciones tristes de marineros rubios
todo quedó dormido.
De balcón a balcón
oímos la posguerra por la radio,
y lejos,
bajo las luces frías de las plazas,
ancianas sombras negras paseaban
sosteniendo en las manos
nuestra supervivencia. (2020, p. 86)
La metáfora donde aparecen las “ancianas sombras negras” refuerza la distancia desde donde el yo poético miraba la ciudad y su metamorfosis. Luego, la ciudad se amalgama con la amada: “esta ciudad me mira con tus ojos de musgo” (2020, p. 87) y es la unión de la ciudad y el amor lo que permiten la presencia de una mirada inocente e infantil sobre los cambios del paisaje. Ahora en la ciudad: “los tejados sonríen cada vez más extensos / y así / como una ola, / entre la nube abierta de todos los suburbios, / esta ciudad se rompe sobre las alamedas, / bajo los picos últimos / donde la nieve aguarda / que suba el mar, que nazca la marea.” (2020, p. 88).
En el apartado que sigue a continuación, titulado “En los días de lluvia”, el amor y la ciudad son los protagonistas, como sostiene Scarano (2004): “(…) el espacio de la naturaleza se convierte en escenario amoroso, pero aparece deudatario de los contornos y hábitos urbanos, como las excursiones a las afueras de la ciudad para vivir el amor a cielo abierto, entre árboles, lluvias y nieves” (2004, p. 65). En este sentido, consideramos que en esa unión que el poeta propone entre el amor y la ciudad también aparece latente un dibujo imaginativo de infancia, porque la contemplación del enamorado puede equipararse con la visión de un niño que descubre sensaciones nuevas, experiencias como si fueran “las primeras”, o trazando una relación con el título del libro, donde lo visual y el cuerpo del yo poético se proponen como “extranjeros”:
Lo sé. Hemos sido extranjeros
hablándonos por señas demasiado cercanas,
ansiosos en las calles
de una nueva ciudad,
esperando tal vez que nos fotografíen
delante de este amor y de sus cicatrices,
eso que confundimos con nuestros sentimientos
o acaso
—en noches de locura—
con una sensación de humedad en los ojos. (2020, p. 98)
La última parte de El jardín extranjero está dedicada al profesor Juan Carlos Rodríguez. Con el título de “A Federico, con unas violetas”, leemos un grupo de poemas que homenajean a García Lorca, y coincidimos con De Albornoz (1998) cuando plantea que
La historia personal del protagonista poemático, siempre veladísima, anda por las tres partes del libro: en la última está aún más velada que en las otras: mas ese Federico que llega a Nueva York en 1929 “recorriendo los puentes/ como un gesto sin fondo”, es el poeta que realmente vivió antaño unas experiencias y, a la vez, una proyección de quien ahora lo evoca. (1998, p. 94)
Con esa culminación confirmamos que el poemario construye una sentimentalidad desde la cual la poesía monteriana dialoga con la tradición, como lo hace en los versos finales del poema “El arte militar”, con los que creemos se resume la reflexión general de todo lo leído. Con un intertexto de Góngora que también utiliza de epígrafe, culmina: “Para nosotros / (los sentimentales / de una generación que siempre ha vuelto, / que ha regresado siempre hacia estas calles / pisando la dudosa luz del día, / con un instinto helado / por los ojos) // es difícil sentirse pasajeros / de este extraño rimado de ciudad.” (2020, p. 75). El poeta, plantado en un escenario urbano que se entreteje con el tópico amoroso y a partir de la memoria de lo vivido, construye una sentimentalidad que le permite entrar y salir de la infancia, tener una mirada extranjera sobre los objetos del mundo y las sensaciones que este provoca.
Contemplar, acechar, espiar, tejen la figura de un flâneur contemporáneo que deambula en el espacio de la ciudad ya no como lugar objetivo sino como espacio subjetivo, espacio del “observador apasionado” como lo llama Baudelaire (2019); autor que hace hincapié en la relación intrínseca entre el artista y su manera de mirar. Baudelaire propone que la curiosidad de aquel se desprende como capacidad que es ineludible en la infancia, tal como lo expresa: “(…) el genio no es sino la infancia recobrada a voluntad, la infancia que ahora está dotada, para expresarse, de los órganos viriles y del espíritu analítico que le permiten ordenar materiales acopiados de manera involuntaria.” (2019, p.11). En este sentido, García Montero construye un escenario urbano que está atravesado por la mirada infantil, aquella que se vale de la curiosidad propia de los niños y que se caracteriza por estar siempre sedienta de novedad.
Modulaciones y dibujos de infancia en Fernando Beltrán: infancia por las calles de Madrid
Fernando Beltrán entra en la escena literaria española con la publicación de su poemario Aquelarre en Madrid (1983), libro por el que recibe, un año antes, el galardón de Accésits del Premio Adonáis. El libro se construye como un paseo nocturno por Madrid donde la geografía urbana es la protagonista. Tal como señalamos en los poemarios de García Montero, aquí también se presenta la figura del flâneur contemporáneo que como “observador apasionado” (Baudelaire, 2019) merodea por las calles de la ciudad. Como sostiene Sánchez Torre (2007), se trata de
(…) un libro alucinado, onírico y visionario, pero que habla de una ciudad tangible y de sus habitantes, del Madrid contradictorio, hostil y cordial –«manicomio de prisas», «jungla de acero sin sentido», «amante»— en el que el poeta y sus personajes gastan las horas y que se convierte de ese modo en el emblema de la vida íntima y de la vida en comunidad” (2007, p. 96).
Como leemos a continuación, en el primer poema titulado “Madrid”6 donde el caminante hace reclamos a la ciudad y desde donde se atisba un dibujo de infancia:
Quizá mienta al decir manicomio de prisas
esta jungla de aceras sin sentido madrid
veinte gritos al sur cuando el destierro
mapa que nos sugiere
prendido en la pared de la segunda tarde
una escarpia muy honda yeso de la ebriedad
y hay que nombrar que ayer te despreciamos
eras la novia rica que a uno obligan
sea dicha la verdad
tampoco hiciste nada por abrigar el frío
sabías que en lo nuestro iba agenda de citas
y supiste aguardar
veterana de quejas
tu sed colmada en llanto de raíles
tantos que como yo
primera voz apenas niños
atocha estación del norte mediodía
jugándonos el trébol de cuatro hojas al regreso
barro de las entrañas
la lluvia de mis verdes escondites
y nos pudiste ahorrar esfuerzos
tú conocías la quinta piel de la mentira
no me gustó te lo aseguro
y suficiente siempre suficiente
el tiempo a favor y tu sombrero al viento
con la energía solar
qué importa el número de altura líneas aéreas
dormitorios de cal las cicatrices
alicatada en plazos la moqueta
de ascensores que sangran hasta el último
garaje de las noches donde aparcar el día
ay ciudad madrid amante cuántas cosas (Beltrán, 2011, pp. 27-28)
La infancia se presenta como una referencia fugaz en la que se desliza una anécdota donde los niños vuelven por la estación de Atocha embarrados. El poema muestra un estilo particular que luego caracterizará a todo el poemario: la falta de signos de puntuación y mayúsculas, la ruptura de las estructuras sintácticas, los espacios en blanco en los versos, las metáforas y las metonimias, el corte abrupto de los versos a partir de los encabalgamientos. Como apunta Scarano (2009): “asistimos a un avance sonámbulo de versos sin digresiones ni paréntesis, con la simbología de la “ciudad-matadero” (Cañas), en un torrente expresionista que lo conecta en varios puntos con la escritura lorquiana de Poeta en Nueva York.” (2009, p. 6). Los versos nos producen un extrañamiento no solo por la disposición de los procedimientos mencionados sino también por el “modo de enhebrarse que se opone a la idea de orden.” (Prieto de Paula, 2002, p. 38).
En este sentido, el caudal de palabras que muestran el desconcierto y el desbarajuste de la ciudad parecen brotar ahora desde una adultez, pero estar latentes desde la infancia, como enuncia en el poema “Palabras (I)”: “la grata muchedumbre de unos pocos / me ha dejado sentar en cualquier banco / y he escalado la ruta de los pies / a la hondura del ojo donde aguardan / desde el tiempo del niño / las palabras.” (2011, p. 33). Como el mismo poeta expresa en una entrevista:
El libro que escribí a los veintitrés años y donde dejé... tanto. Una catarsis, un vómito, un abrirme por dentro desde la juventud a lo largo de aquellos días tirado a la intemperie, recorriendo Madrid día y noche, sin regreso a casa, buscándome, ahogándome, regresando luego ya con forma más o menos de barco, salvado... (Corbellini, 2006, p. 8).
Con esta catarsis urbana que brota con palabras guardadas desde la infancia, el poeta funda su estilo poético, cuestión que también confirmamos en la recopilación de la poesía completa, donde Aquelarre en Madrid figura como su primera producción y no incluye sus dos libros previos, nos referimos a Umbral de cenizas (1978) y Corteza de la génesis más cierta (1981).
Al entrar en la década de los años 90, Fernando Beltrán publica Gran vía (1990), con poemas que escribió entre 1987 y 1988. Si en Aquelarre en Madrid la ciudad es reconstruida principalmente en la noche, aquí el caminante recupera su dimensión diurna. Como sostiene Iravedra (2007a), en esta obra:
la integración precaria del yo ficcional en la urbe moderna es relatada con el ritmo de un verso libre de avance vertiginoso, desbordado de enumeraciones caóticas, fragmentado en la frágil enhebración gramatical, que sirve verbalmente al acontecer frenético del vivir contemporáneo y a la representación fragmentaria de la «ciudad sumidero» construida en el poema. (2007a, p. 274)
Por su parte, Sánchez Torre (2001) plantea que este poemario muestra las contradicciones de nuestro tiempo, donde la gran ciudad es el territorio de los miedos, los fracasos y la soledad de los hombres. Como leemos en uno de los primeros poemas: “el cigarro de un tiempo / colectivo y vacío, / paradoja de huellas que se estorban / sin mirarse, de gentes / que no saben dónde ir.” (Beltrán, 2011, p.104).
Es en ese deambular constante donde este flâneur recupera su mirada infantil, desde donde los lugares comunes toman vida: “Entre sesión y sesión / se desperezan los cines, bostezan / por sus bocas abiertas” (2011, p. 107) o como leemos en otro poema que se agrupa con otros, bajo el título “Barrio Sur” donde nos invita a mirar las escenas desde la pelota de un niño:
Si lo miras
desde el balón de un niño
ese trozo de tierra
tiene mil porterías
para iniciar el juego, gloria
entre estas cuatro piedras,
entre aquellos dos postes
de la luz o hasta oscuras
de esas latas de aceite, casas
con los pies de barro (2011, p.123)
El poema sigue con la descripción de las calles y los barrios donde el poeta insiste: “alzas / la vista hacia algún bloque / y hallarás siempre a alguien / espiando las sombras” (2011, p. 124) porque la ciudad es como un cuento de nunca acabar:
y este sí que es el cuento
de jamás acabar
mientras sigue el balón
de oxígeno infantil
buscando fusilar
el paredón del tiempo, manos
arriba y bocabajo
de la ropa tendida
goteando el vacío
de los bolsillos fuera, jungla
de los monos azules
y una prole de tallas
probándose las sogas de la cuerda,
no hay música en el paso
subterráneo de un día
a la inquietud siguiente
pero insiste la lana
de compartirse a medias, niños
que regatean la noche,
parejas que se quitan
la palabra con besos
y terrazas oscuras
que dan voces al aire
para anunciar la cena (2011, p. 124)
El ritmo del poema amplifica lo que se observa en la ciudad, las palabras consiguen girar como el movimiento de la pelota del niño, y con la ligazón de las metáforas, las enumeraciones y los encabalgamientos se amplifica esta mirada sobre la ciudad. Porque como enuncia en el último poema, titulado “Terminal”:
el plano inabarcable
de la ciudad que pienso,
no nos queda otra puerta
abierta, coleccionistas del aire
que respiramos, niños
que han crecido y aún juegan
a dejarse engañar por los transbordos,
por el túnel sin fin y la balanza
trucada del amor, ese incendio
con salida obstruida
por los mismos que quieren
huir pero no estar
en la lista de ilesos, seres
que a las diez de la noche
desabrochan la vida en los portales
y se dejan besar entre las ruedas,
neumáticos pinchados
y cascos de botella
buscando aparcamiento,
esta calle es la nuestra,
bloques a cada lado
y hasta cuatro escaleras
con diez puertas por planta
y seiscientos buzones
esperando sus letras,
barren ahora el local
y las luces comienzan
a apagarse, una a una,
colillas con carmín,
envoltorios de azúcar
y palabras que duermen,
quédense con las vueltas,
me basta con el eco
de mis propios tacones
abrigando el futuro
que es posible comience en el azar
de tropezarse adrede, brindis
resonando en la acera,
farolas que sonríen
y este grato sentirme
acompañado a solas (2011, pp. 140-141)
Ese cuento de “jamás acabar”, referido por la voz poética en el poema anterior, aquí consigue culminar porque recoge los restos de una ciudad que se modula imaginativamente, donde los niños ya no lo son pero simulan seguir siéndolo, donde todavía queda espacio para el juego.
Palabras finales: poemas, niños y ciudades
El análisis de la infancia en estos poetas aparece como un tema desplazado o poco estudiado por la crítica, sin embargo, en el recorrido de la lectura, observamos que desde el inicio de las producciones poéticas de Luis García Montero y de Fernando Beltrán, la infancia es un eje que vertebra sus obras o al menos funciona como una constante que logra filtrarse por los intersticios de sus publicaciones.
En los poemarios que analizamos de Luis García Montero —que comprenden gran parte de la primera etapa de su producción poética— la infancia se presenta desde distintas perspectivas. Observamos que se conecta con el deambular del poeta quien, con una mirada de niño motivada por la curiosidad y la novedad, capta las experiencias del mundo, impulsando nuevas maneras de darle entidad a los objetos de la calle. El recorrido es centralmente urbano: en ocasiones la ciudad es construida como un territorio infantil, en otras, el yo poético se convierte en ciudad. Además, la infancia se presenta tanto en la esfera íntima, con la recuperación de un tiempo elegíaco que perdura en el adulto, así como también se manifiesta metafóricamente por fuera de lo personal, desde la observación a otros espacios y seres que conviven en las ciudades.
Por otro lado, la infancia también se filtra en relación con otros tópicos que los poemas desarrollan como el amor, la muerte, el tiempo. Estas modulaciones de la infancia habilitan un modo diferente de reconstruir las escenas amorosas porque, unidas a las ensoñaciones de infancia, el amor se construye desde una mirada curiosa, inocente y perpleja del enamorado como un niño.
Asimismo, los dibujos de infancia nos envían al territorio de la imaginación y de la memoria. Se manifiestan desde un polo del juego, de la aventura, hacia un tono más nostálgico y retrospectivo, lo que permite también una indagación, que se patentizará en poemarios posteriores del autor, en una niñez en clave autofictiva.
En el análisis de los poemas de Beltrán, también aparece la idea del poeta como un flâneur que recupera su mirada infantil. Desde allí, no sólo se contempla la geografía urbana, sino que también se la imagina. La ciudad es inventada desde el juego de una lengua que logra dibujar una Madrid infantil en metáforas, enumeraciones y encabalgamientos. La relación que el poeta establece entre la infancia y Madrid volverá en poemarios posteriores, pero en otro escenario urbano, nos referimos a su ciudad natal Oviedo, espacio emblemático de su infancia. Así como también observará otros territorios como algunas ciudades globalizadas, desde donde producirá denuncias explícitas hacia conflictos sociales y hacia enfrentamientos bélicos, como se lee en su libro El gallo de Bagdad (1991).
En síntesis, como planteamos al inicio, leemos un cruce entre una infancia visible y una infancia imaginaria desde donde observamos que en estas primeras producciones poéticas de García Montero hay una insistencia en recuperar la infancia principalmente como tema vinculado con otros tópicos que atraviesan sus poemarios y en relación estrecha con ciertos escenarios urbanos. Esto no quita que la infancia también se filtre a modo de ensoñación, borrando los límites entre lo que se memora y lo que se imagina. En ese campo abierto, la voz adulta se desdibuja con el empleo de metáforas y con la recurrencia a ciertos campos y cadenas semánticas que refieren al universo infantil. Como contraste, en el caso de Beltrán, la infancia se presenta mayoritariamente como dibujo y ensoñación desde apariciones disruptivas que leemos a partir del uso de ciertos procedimientos de la lengua poética. Dichos procedimientos, provocan caos y desorden porque aluden a una lengua infante despojada de los mandatos sociales, aun no domesticada. En definitiva, la infancia en ambas obras logra redefinir las matrices de la experiencia en torno a la vivencia de la niñez en clave poética.
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Notas
Recepción: 13 Abril 2022
Aprobación: 25 Mayo 2022
Publicación: 17 Junio 2022