Olivar, vol. 22, núm. 35, e115, mayo - octubre 2022. ISSN 1852-4478
Universidad Nacional de La Plata
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria

Dosier: Infancia y vejez en la literatura española:
cruces, modulaciones, figuras

Tiempo de-más. Un abordaje de la vejez como potencia creativa

Daniela Fumis

Instituto de Humanidades y Ciencias Sociales del Litoral. Universidad Nacional del Litoral - CONICET, Argentina
Cita recomendada: Fumis, D. (2022). Tiempo de-más. Un abordaje de la vejez como potencia creativa. Olivar, 22(35), e115. https://doi.org/10.24215/18524478e115

Resumen: En la tradición literaria española, la pregunta por los efectos de la edad y la reflexión sobre la fugacidad del tiempo ocupan lugares destacados en términos tópicos. Sin embargo, en materia del relato, no siempre la condición de vejez se circunscribe estrictamente a la ancianidad de una voz. Por el contrario, las valencias asociadas a la madurez se transforman y adquieren características específicas en las distintas épocas de la historia. En este sentido, el propósito del presente trabajo consiste en reflexionar sobre la vejez en tanto plataforma para la indagación narrativa sobre los matices de una ajenidad amenazante. De este modo, si la ancianidad se ancla en la declinación biológica, la vejez se sustentará en un imaginario nutrido de representaciones sobre las que la literatura buscará indagar a fin de desmontarlas. Nuestra hipótesis sostiene que el efecto de dicho proceso de desarticulación es una discusión radical sobre dos aspectos fundamentales: la cronormatividad como condición arbitraria (Solana, 2016) y la capacidad del cuerpo como imposición de una “integridad corporal obligatoria” (Moscoso, 2009; McRuer, 2021) poniendo de manifiesto, finalmente, la potencia del destiempo.

Palabras clave: Vejez, Cronormatividad, Narrativa, Destiempo.

Over-time. An approach to old age as a creative power

Abstract: In the Spanish literary tradition, the question about the effects of age and the reflection on the fleeting nature of time occupy prominent places as topics. However, in terms of the story, the condition of old age is not always strictly limited to the old age of a voice. On the contrary, the valences associated with maturity are transformed and acquire specific characteristics at different times in history. In this sense, the purpose of this paper is to reflect on old age as a platform for narrative inquiry about the nuances of a threatening otherness. In this way, if old age is anchored in biological decline, old age will be sustained by an imaginary built by representations on which literature will explore in order to dismantle them. Our hypothesis maintains that the effect of this process of disarticulation is a radical discussion on two fundamental aspects: chronomativity as an arbitrary condition (Solana, 2016) and the capacity of the body as an imposition of a "mandatory bodily integrity" (Moscoso, 2009; McRuer , 2021) revealing, finally, the power of mistime.

Keywords: Old age, Cronormativity, Narrative, Untimely.

Introducción

En la tradición literaria española, la pregunta por la vejez atraviesa las épocas y llega hasta el presente. Desde las Coplas de Jorge Manrique, pasando por los sonetos metafísicos de Quevedo, hasta los Poemas póstumos de Jaime Gil de Biedma, la reflexión sobre la edad avanzada y la fugacidad del tiempo ocupan lugares destacados en tanto tópicos. Sin embargo, no siempre la condición de la vejez se circunscribe estrictamente a la ancianidad de una voz. Las valencias asociadas al paso del tiempo se transforman y adquieren características específicas en las distintas épocas de la historia. No obstante, pareciera insistir cierto rasgo amenazante en la proximidad de la muerte, que se gestiona en la literatura de manera diferencial. En este sentido, el propósito del presente trabajo consiste en reflexionar sobre la vejez en tanto plataforma productiva para la indagación de los matices de una voz liminal cuyo lugar se resignifica en torno a un saber de tipo vivencial ligado a una historia anclada en un cuerpo. Entre saber y escritura, la vejez posibilitará un abordaje singular sobre el tiempo, que dejará expuesta una discusión radical sobre la cronormatividad como condición arbitraria y sobre la capacidad corporal como imposición normalizante. Así, si la ancianidad se ancla en la declinación biológica, la vejez se sustenta en un imaginario nutrido de representaciones que la literatura logra desmontar a fin de revelar la potencia creativa del destiempo.

Sobre esta hipótesis inicial, nuestro trabajo partirá de algunas aproximaciones conceptuales, bajo el objetivo de caracterizar la vejez. En esta línea, se retomará un abordaje histórico posible, que nos permitirá acercarnos a la materia de las representaciones y sus imágenes aledañas. Seguidamente, se buscará analizar el vínculo entre ancianidad y vejez en paralelo al de niñez e infancia, considerando la pregunta sobre la funcionalidad efectiva de la circunscripción etaria en el abordaje de la narrativa. A continuación, sobre las múltiples aristas que la vejez ofrece para su abordaje, se propone un ingreso desde la tensión excluido-terapéutico, para considerar los modos en que la organización social de la vida deja el envejecimiento del lado de la dolencia y las implicancias de este desplazamiento. En relación con esto, será necesario, asimismo, ponderar el lugar de la distinción de género en las representaciones circulantes. Finalmente, se indaga sobre la problematización del tiempo que propone la vejez en el relato a partir de la apertura de una zona en la que el destiempo se explora creativamente. Por último, hacia el final del trabajo, se intentará avanzar sobre algunos indicios de la cuestión en textos narrativos recientes.

La vejez en clave narrativa

Jaime Gil de Biedma construye en su poema “De senectute” (1968) una aproximación al agotamiento de la vida personal en términos de posicionamiento:

No es el mío, este tiempo/ Y aunque tan mío sea ese latir de pájaros/ afuera en el jardín/ su profusión en hojas/ pequeñas, removiéndome/ igual que intimaciones/ no dice ya lo mismo/ Me despierto/ como quien oye una respiración/ obscena. Es que amanece/ Amanece otro día en que no estaré invitado/ ni a un instante feliz. Ni a un arrepentimiento/ que, por no ser antiguo,/ —ah, Seigneur, donnez-moi la force et le courage!—/ invite de verdad a arrepentirme/ con algún resto de sinceridad./ Y a nada temo más que mis cuidados./ De la vida me acuerdo, pero dónde está.

Sus versos descubren algunos aspectos por los que la vejez se encarnaría en una existencia todavía joven: la sensación de ajenidad sobre el presente, la condición abyecta del propio cuerpo y un agobio que sitúa al sujeto lírico en condición de supervivencia. No sabemos si se trata o no de un anciano, sino que la vejez emerge más bien en términos de efecto. En esta línea, también puede inferirse, implícita en el texto, una actitud hacia la vejez: el viejo es aquel “que no está invitado” a un tiempo que no le pertenece. Se trata de la constatación de una exclusión por la que la voz puede percibirse en una zona exterior a la vida, en un pasaje hacia un lugar liminar –podríamos intuir, entre la vida y la muerte– desde donde se mira con pesar. Esta sutil figuración que se desliza en este poema puede resultar iluminadora de algunos aspectos inicialmente centrales en relación con el asunto que nos compete.

De comienzo, el poema expone el lugar de la alteridad en la definición y la actitud ante lo viejo: no estar invitado, ser excluido, revela el lugar de una interpelación (aunque por omisión). Más que ninguna otra etapa vital, la vejez se funda en la tensión y el vínculo con una alteridad. Ese vínculo, que puede ser de dependencia, de rechazo, de abandono o de cuidado, se manifiesta, asimismo, como el espacio donde una instancia subjetiva asume lo que podríamos llamar con Eribon (2017) el veredicto. Sin embargo, las modulaciones sobre el ser anciano no han permanecido siempre estables. Aun más, la vejez no se encontraría ligada en sentido estricto tanto con la edad sino con los atributos y significados de los que se inviste al “ser viejo”.

En esta línea, en el territorio de los relatos, especialmente, la narrativa de la edad avanzada ha circulado de formas diversas. En su Historia de la vejez, Georges Minois ilumina una evidencia a este respecto: que la vejez es desde los inicios un territorio de contradicciones. El autor comienza formulando una pregunta central sobre la naturaleza de esta edad: ¿no se tratará, en realidad, de una creación de nuestra época? La respuesta podría encontrarse refrendada afirmativamente por el aumento creciente en términos poblacionales del número de ancianos que integran las sociedades occidentales. Sin embargo ¿cómo delimitar la vejez en términos etarios comparativamente a lo largo de la historia? En este sentido, la actualidad presenta una ventaja en la delimitación: el ritual del retiro bajo la intervención del Estado funciona como un marcador bastante preciso de lo que hoy se denomina “la tercera edad”. No obstante, si se considera que la organización de la vida en etapas constituye efectivamente un mecanismo tardío,1 resulta un equívoco omitir la importancia de los ancianos a lo largo de la historia como figuras que, de modo significativo, han tendido a ser borrados (Minois, 1989, pp. 15-16).

El estudio de Minois pone en alerta sobre dos variables sustanciales en la consideración de las variaciones de la vejez: las que se producen en relación con las distintas culturas situadas en enclaves geográficos precisos y las que se vinculan a las transformaciones en los sistemas productivos y en la organización familiar a lo largo de la historia al interior de las sociedades europeas. En relación con esto, si bien un imaginario extendido produce sentidos vinculados a la venerabilidad de los ancianos en las sociedades antiguas y en algunas de Oriente, el relevamiento del historiador francés expone la necesidad de matizar esta imagen. De hecho, su exhaustivo recorrido nos muestra que el desprecio por la ancianidad no es un gesto propio de nuestra época sino que puede reconocerse como una constante de larga data. Alerta el autor:

No caigamos (…) en las idealizaciones. Las sociedades primitivas arrastran las mismas contradicciones que las nuestras con respecto a la vejez, y las manifiestan de una forma mucho más cruda. No olvidan la decrepitud ni la fealdad física. Así, por ejemplo, los indios mambikwara tienen un sólo vocablo para decir joven y bello y uno sólo también para decir viejo y feo. El desprecio hacia la vejez no es raro. (Minois, 1989, pp. 25-26)

Según puntualiza el autor, el anciano suele aparecer en los textos antiguos como el confidente de Dios. Sin embargo, es precisamente en el Libro de la Sabiduría donde la idea de la vejez se aleja de lo etario y se aproxima a la experiencia de criterio. Así “la vejez, disociada de la edad, se convierte en una etapa ideal, simbólica” (Minois, 1989, p. 60). No obstante, se enfatizará progresivamente en el deterioro físico con una notable disminución en el prestigio de su figura. Lo cierto es que, si los ancianos han cumplido históricamente el rol de patrimonio de la memoria colectiva, la expansión de la escritura minará ese lugar de custodios del pasado.

En la Antigua Grecia, en tanto, la realidad es contundente: “Los dioses olímpicos no aman a los viejos” (Minois, 1989, p. 69). Un recorrido por la literatura clásica expone la “vejez maldita y patética de las tragedias; [la] vejez ridícula y repulsiva de las comedias; [la] vejez contradictoria y ambigua de los filósofos” (Minois, 1989, p. 80). En este sentido, si en Los trabajos y los días de Hesíodo, los dioses castigan con la decadencia asociada a la edad, en La Ilíada, Néstor es el consejero y, en La odisea, son los viejos quienes toman la palabra inicialmente (Minois, 1989, p. 71). Sin embargo, estos últimos representan casos excepcionales en un mundo en el que los héroes son quienes detentan la potencia física o la rapidez mental. En esta línea, resulta significativo que los dioses pueden beneficiar a los hombres y mujeres que les placen con el beneficio del rejuvenecimiento. Muchas veces, la ridiculización cómica de los ancianos dirige la mofa al comportamiento que no teme los excesos que desgastan la sustancia del cuerpo. Así, si el anciano tiende a inclinarse a la vida licenciosa en torno a la gula, el apetito sexual desenfrenado por las jóvenes y las borracheras, la vejez acabará funcionando como sinécdoque de fealdad, sufrimiento y rechazo social (Minois, 1989, p. 72).

En el seno de las contradicciones aludidas, no obstante, también es posible reconocer una cierta zona de la literatura que explora el vínculo formativo entre jóvenes y ancianos, lo cual expone de manera directa que el problema de los viejos es también una manifestación del conflicto entre generaciones, y las distintas actitudes que genera la vejez son parte de las tensiones políticas que se gestan. El aspecto de la disputa generacional se situará en el eje de las críticas al pater familias en Roma. Plauto, Catón y Juvenal son autores que no escatiman críticas hacia los viejos y en sus textos puede leerse el modo en el que, en el mundo romano, la animadversión hacia los ancianos se profundiza. Por este motivo, para Minois, es altamente significativa la apología de la ancianidad que propone Cicerón en De Senectute. Dado que el autor compone su obra a una edad ya avanzada, estima Minois que “el hecho mismo de que Cicerón haya sentido la necesidad de escribir esta consolación es bastante elocuente” (Minois, 1989, p. 155).

En el recorrido propuesto por Minois, la lectura avanza sobre los autores cristianos en la Edad Media, quienes no le otorgan una especial atención a la vejez. No obstante, en un ámbito moral, ésta será explotada en la forma de la alegoría: la decrepitud proporciona una imagen muy potente de los daños del pecado. Así, el viejo será el pecador que debe reconvertirse a través de los beneficios del arrepentimiento y la constricción; por el contrario, la juventud cifrará la frescura de los renacidos en la salvación de Jesucristo. En este sentido, el análisis de Minois sobre textos de la época vuelve a poner de manifiesto las contradicciones sobre la actitud ante la ancianidad. Nuevamente, la distinción se vincula a la condición de la vejez en relación con la sabiduría y, la ancianidad con la decrepitud y la decadencia que permite dar una imagen de referencia para figurar el mal del pecado.

Durante la Alta Edad Media la situación de los viejos empeora porque ya ni siquiera tendrán espacio en la literatura: “son excluidos de los textos, ya raros de por sí, de las leyendas, de la literatura religiosa. Los más pobres se juntan con las cohortes de mendigos; los más ricos se refugian en los monasterios” (Minois, 1989, p. 193). Así, el clero es el estamento que aglutina la mayor cantidad de ancianos.2 No obstante, se produce en términos históricos una situación de excepcionalidad: si, en principio, la evolución de la familia contribuye a la marginación del anciano en un lugar suplementario, con la peste negra (1350-1450) los viejos volverán a ser integrados a la familia conyugal. Paradójicamente, la población anciana se sostiene porque el virus ataca especialmente a niños y a jóvenes (Minois, 1989, p. 278).

Finalmente, en el Renacimiento, el culto a la belleza de la juventud termina por desplazar a la vejez al lugar más oscuro y despreciado. Sin embargo, señala Minois (1989, p. 384) que durante el siglo XVI se produce un contraste entre una suerte de “vejez abstracta” y otra “concreta”. Esto quiere decir que, a pesar del malestar en relación con el fantasma de la vejez, aquellos que han conseguido arribar a una edad avanzada con cierta dignidad son respetados y celebrados por su mérito.

En síntesis, las contradicciones en torno a la ancianidad expresan la variable actitud que conlleva la proximidad de la muerte y la voluntad de la conservación. Sobre los sentidos de los que se inviste la imagen de la vejez (ya sea alegórica, abstracta o de urgencia), insiste la distinción entre el abatimiento y el deterioro del cuerpo en relación con una edad biológica, por un lado, y por otro, una zona atravesada por figuras que la narrativa explora para hablar de problemas que no están estrictamente ligados a una población etaria. Es en relación con esta oscilación que surge la pregunta ¿de qué habla la narrativa cuando se interesa por la vejez? Se trata de un interrogante que retrotrae nuestra indagación hacia una instancia todavía más preliminar, elemental o básica, de revisión de todo lo expuesto hasta el momento: ¿en qué medida resulta productivo en términos de crítica literaria atender a lo etario? ¿qué permitiría iluminar en una aproximación analítica a la narrativa? Si la comprensión de la ancianidad no deja de ser tentativa dado que la organización de la vida en grandes períodos resulta un hallazgo tardío, resulta indispensable habilitar la discusión sobre la funcionalidad de las imágenes que la vejez moviliza en las producciones verbales en el seno de su momento de emergencia.

En esta dirección, si el abordaje por tópicos permite volver a considerar nuestra actual división de la vida en etapas y analizar la productividad de la niñez, de la adolescencia, de las crisis etarias (de los cuarenta, de los cincuenta, etc.) y de la ancianidad como zonas de sentido que se anclan en imágenes más o menos estereotipadas de la edad, volver a pensar la distinción ancianidad-vejez en la literatura nos conduce de regreso al problema de la arbitrariedad de dichas delimitaciones vitales. Fundamentalmente, porque a diferencia de otros anclajes etarios posibles, la vejez nunca habla por sí sola. El planteo de Simone de Beauvoir (1970), en uno de los textos referentes a la hora de indagar sobre el tema, es elocuente a este respecto: la vejez es algo que siempre le ocurre a otros. Una otredad radical que, para nuestra indagación, abre la pregunta por las tensiones desde las que surge una voz que se asume en un lugar de cierta misteriosa liminalidad.

Vínculos entre vejez e infancia

Las relaciones entre los niños y los ancianos suelen ser una constante en las historias que indagan sobre enseñanzas y aprendizajes. Incluso, en términos más generales:

La literatura, el cine, las artes en general, tienen suficientes ejemplos sobre este vínculo [entre el niño y el anciano] que se sustenta en la debilidad, en la ingenuidad, en la impotencia o en el estado de transición determinantes de las dos etapas extremas del ciclo biológico del hombre. (Mancini, 2004, p. 3; Beauvoir, 1970, p. 248)

Los vínculos entre la ancianidad y la niñez se vuelven más evidentes a la hora de considerarlas en su condición liminar. Cuando en el siglo XVIII la familia burguesa se convierta en el paradigma dominante, los ancianos quedarán conectados en función de abuelos en el marco de un vínculo pedagógico con los niños de la familia, exponiendo especialmente la importancia de los conceptos de tradición y de legado (Bernárdez Rodal, 2009). Sin embargo, la infancia y la vejez se ligan más estrechamente en lo que respecta a su propia delimitación como zona de sentido. Ambas despliegan un problema en relación con el tiempo y la alteridad.

No obstante, la distinción entre niñez e infancia puede ser operativamente funcional en paralelo a la de ancianidad y vejez. La vivencia de la niñez nutre la experiencia de la infancia como zona de lo irrepresentable. Así, la infancia se vuelve una operatoria de la creación estética y se transforma en una posición de escritura para adquirir un estatuto más allá de los límites etarios en sentido estricto (Fumis, 2018, 2019). En esta misma línea, si la infancia habilita una posición en la que el presente se expande hasta tomar el carácter del acontecer estético, la vejez, basándose en la vivencia de la ancianidad, ilumina la evolución, la transformación, el movimiento de un modo que expone problemáticamente la cuestión de la finitud.

En los procesos que la narrativa dispone, la posición infantil va al encuentro de lo pleno, hacia el lugar donde el misterio del acontecimiento estético irrumpe y se metamorfosea en una operatoria donde las piezas de desecho encuentran una vida nueva en la verdad de la ficción. Por eso, la infancia nunca es otredad: es composición, acierto, arrebato. La infancia en la literatura es una experiencia de lenguaje (Agamben, 2011), lo infans se abisma en el hallazgo de lo que habla aun no pudiendo hablar. En tanto el viejo transforma el tiempo dislocándolo y denuncia con su palabra su arbitrariedad. Así, ahí donde la posición infantil presentifica, la vejez convierte lo que toca en recuerdo, en nostalgia, en exilio: el mundo en el que vive el viejo es el mundo del ya no, como lo percibía la voz del poema de Gil de Biedma. Por eso, la ancianidad aparece como un repertorio de figuras que da espesor a la vejez en la que la narrativa no está estrictamente asociada al período vital de la vivencia involucrada. Por el contrario, la vejez se instala en la otredad de la imagen del anciano y la descompone hasta concluir que el tiempo “ya no es propio”. La vejez reclama desnaturalizar la temporalidad y toma por asalto las certezas del lugar del que ha sido expulsado: el presente.

Sin embargo, la palabra de la vejez se funda en una oscilación entre punto de vista y representaciones. Porque ¿de quién es ese tiempo sino es propio? La evidencia demuestra que la vejez es siempre una sanción ajena. Porque ¿quién habla en la vejez? ¿Tiene el viejo la palabra? Parafraseando la pregunta de Spivak: ¿puede hablar el viejo?

El lugar marginal del anciano determina que su palabra sea habilitada ahí donde se la rechaza. Por tanto, la articulación distanciada en la que surge la voz del viejo no hace otra cosa más que revelar la complejidad de su emergencia. Para ser más claros: si la infancia es un territorio de operaciones, una zona de obras para la creación, la vejez fluctúa como una región que posibilita la exploración de las contradicciones, es un espacio para la simulación. Si la posición infantil permite el ingreso en un terreno difuso que se vincula con la posibilidad de devenir-niño en el instante de la creación, la vejez posibilita el enmascaramiento: en la decadencia, el fracaso, el cansancio vital, como posiciones desde las que se oculta o se solapa el todavía-sí de lo vital, una persistencia del deseo, el anclaje en la supervivencia.

En síntesis, si la infancia irrumpe, la vejez interrumpe. Por tanto, desde nuestra perspectiva, la vejez no tendería a la identidad sino a exponer los nudos conflictivos que complejizan la construcción identitaria, la vuelven difícil, resistente, donde lo inacabado se vuelve motor.

Señala Roland Barthes (2011) a propósito del Chateaubriand de Vida de Rancé que el gran tema de la operación de la vejez es la anamnesia. Mirar hacia atrás y reconocer al que ha vivido como otro/mismo supone un reencuentro con el sí mismo en el que la abyección se transforma en don. Así lo explica:

(...) la vejez (ese largo suplicio, decía Michelet) puede ser una enfermedad como el amor: Chateaubriand está enfermo de su vejez (y eso es nuevo en relación al topos clásico); la vejez tiene en él una consistencia propia, existe como un cuerpo extraño, molesto, doloroso, y el anciano mantiene con ella relaciones mágicas: una metáfora incesante y variada proporciona una verdadera materia (...). (Barthes, 2011, p. 102)

En este sentido, además, según el crítico francés, la metáfora suspende la distancia de las voces activa y pasiva, y es cuando el agotamiento de la pasividad logra transformarse en cifra que la escritura va hacia la obra. Agrega Barthes que la “pasión de la memoria se apacigua sólo con un acto que da por fin al recuerdo una estabilidad de esencia: escribir” (2011, p. 104). Escribir la vejez se vuelve en esa operación, entonces, una forma en la que el ser anciano se redescubre productivamente; por tanto, nosotros podríamos agregar que a la anamnesis sucede la anagnórisis: la vejez se transforma en el espacio donde acontece la revelación.

No obstante, señala Barthes, muy raramente ocupa el viejo el lugar del héroe en la novela porque “el anciano es in-deseable” (2011, p. 102). De allí, que la posición autofigurativa de la vejez se encuentre investida siempre por el veredicto (Eribon, 2017). En esta línea, podemos intuir que, al revés que la infancia, donde la posición infantil plantea las condiciones para crear teoría de sí y da lugar a una ficción teórica (en el sentido de Link, 2014), la vejez no existe sin distancia, solo puede plantearse a condición de formularse como otredad incomprensible, que si se asume como propia da lugar finalmente a la instancia de la revelación, y como tal existe (nunca como teoría).

En el vínculo entre infancia y vejez, y el efecto de obra en la escritura de la vejez como una posición de distanciamiento, resulta pertinente considerar la lectura de Catelli con Broch en torno a lo que la autora denomina “estilo de vejez” (Catelli, 2020). El estilo de vejez podría identificarse con una sensación de destiempo ante la inminencia de voces otras, “un desprendimiento de [las] propias exigencias formales previas” (Catelli, 2020, p. 183). Para Broch:

El ‘estilo de la vejez’ no siempre es un producto de los años; es un talento implantado por el artista junto a sus otros talentos, que tal vez madura con el tiempo y que a menudo florece antes de hora bajo el presagio de la hora, o que se abre por sí solo incluso antes de que se aproximen la edad y la muerte. (Broch en Catelli, 2020, p. 184. Subrayado nuestro)3

En esta dirección, asimismo, hay un retorno al mito, “que es retorno a la infancia” y a la vez “descubrimiento de la senda que lleva a la tumba” (Catelli, 2020, p. 185). Pero en el proceso puede descubrirse una “torsión”. La escritura no resuelve con linealidad, no hay sentido de lo previsible. El estilo de vejez, en nuestra lectura, nos ayuda a intentar comprender los modos en los que la proximidad fantaseada de la muerte, “el presagio de la hora”, puede transformar la escritura en un territorio abierto de representaciones.

Viejos y viejas

Nos hemos referido en este desarrollo sobre la ancianidad y la vejez, sobre los ancianos y los viejos. Sin embargo, en este territorio, la distinción genérica constituye una dimensión clave en la construcción de representaciones. Minois lo señala con énfasis: el descrédito hacia la mujer anciana será una constante del siglo XVI, momento en el que se la ubica en el lugar más bajo de la escala social, vale decir, es objeto del rechazo más violento en la consideración pública, expresado tanto en la poesía, como en la pintura, el teatro y el refranero (Muguruza Roca, 2008, p. 392). Díez Jorge y Galera Mendoza, en tanto, señalan, en relación con este rechazo, que el arte pictórico del Barroco dará lugar a una mayor presencia de mujeres viejas. Sin embargo, dicha presencia será problemática:

Cuando la vieja aparece desnuda entramos ya en el terreno de la abyección, de lo prohibido y desterrado (…). La imagen de la vieja desnuda es un tabú, un significante diabólico, cuya escasa representación tiende a asociarse con la bruja. (Muguruza Roca, 2008, p. 393)

En este sentido, las ancianas pueden conservar un halo de dignidad y sabiduría solo a condición de “descorporizarse”. Siguiendo esta línea, en su tesis doctoral sobre las representaciones de la vejez en la pintura de la Edad Moderna, Escario Rodríguez-Spiteri (2018) enfatiza acerca de las notables diferencias que surgen entre las imágenes de los ancianos, cercanas a la venerabilidad y la sabiduría, y las de las ancianas, en las que la decrepitud y la fealdad son puestas de relieve. También Muguruza Roca alerta sobre el lugar de las alcahuetas y las brujas como arquetipos preferidos en la pintura y en la literatura de la época (2008, p. 393). Ya sea en los Caprichos de Goya o en su lugar en la trama picaresca, con su representante más saliente en La Celestina de Fernando de Rojas, la connotación sexual de los cuerpos se vuelve un rasgo de abyección, fundamento para el desprecio y la lapidación de las ancianas.

En relación con el lugar de las viejas como brujas, resulta plenamente iluminador el estudio de Silvia Federici en torno al vínculo entre la caza de brujas y los procesos de consolidación del capitalismo.

En el siglo XVII las brujas fueron acusadas de conspirar para destruir la potencia generativa de humanos y animales, de practicar abortos y de pertenecer a una secta infanticida dedicada a asesinar niños u ofrecerlos al Demonio. También en la imaginación popular, la bruja comenzó a ser asociada a la imagen de una vieja lujuriosa, hostil a la vida nueva, que se alimentaba de carne infantil o usaba los cuerpos de los niños para hacer sus pociones mágicas –un estereotipo que más tarde sería popularizado por los libros infantiles. (Federici, 2010, p. 278)

Un repaso de Calibán y la bruja, nos pone en alerta sobre la necesidad de hacer explícita la distinción del devenir vieja, lo cual implica considerar, más allá de una historia de las viejas, una perspectiva feminista de la vejez y, donde ser viejo supone una forma particular de opresión y ser vieja, un definitivo borramiento.

En esta línea, si “(…) la fertilidad y la belleza eran los dos requisitos principales en la estimación simbólica de la mujer, cuya pérdida en la vejez la condenaba a la anulación o a la infamia (…)” (Muguruza Roca, 2008, p. 395), habría que considerar que la mujer vieja no existe en el universo de representaciones contemporáneo más que como abuela. En su función de reproductoras, las mujeres dejan de ser consideradas como sujetos en cuanto abandonan la edad fértil. Significativamente, este rechazo las convierte progresivamente en figuras con función pedagógica. Así, la alegoría convierte a las ancianas en imágenes de degradación moral, usina de vicios y decadencia, dirigidas hacia el aleccionamiento.

En definitiva, a la vejez interpretada según el género puede atribuírsele la creación de ciertos estereotipos en los que, por lo general, los hombres ancianos vienen a significar iconos de sabiduría y experiencia mientras que las mujeres ancianas, marginadas con mayor frecuencia y más duramente que los hombres, simbolizaban los vicios y la tercería cuando el fin de su juventud las eliminaba de cumplir su principal rol social asignado como era el de la maternidad. (Díez Jorge y Galera Mendoza, 2004, p. 39)

Si bien los autores circunscriben su análisis a la pintura del Renacimiento y el Barroco, podríamos extender esta reflexión a la actualidad donde la imagen de la anciana sigue siendo objeto de rechazo.

En este sentido, podríamos retomar asimismo la reflexión de Federici para volver a situarla en clave de presente:

Muchas mujeres acusadas y juzgadas por brujería eran viejas y pobres. Con frecuencia dependían de la caridad pública para sobrevivir. La brujería –según dicen– es el arma de quienes no tienen poder. Pero las mujeres viejas también eran más propensas que cualquier otra persona a resistir a la destrucción de las relaciones comunales causada por la difusión de las relaciones capitalistas. Ellas encarnaban el saber y la memoria de la comunidad. La caza de brujas invirtió la imagen de la mujer vieja: tradicionalmente se le había considerado sabia, desde entonces se convirtió en un símbolo de esterilidad y hostilidad a la vida. (Federici, 2010, p. 297)

En este sentido, la existencia de las ancianas como guardianas de un saber que se convierte en un potencial instrumento a neutralizar, nos conduce a reflexionar sobre el lugar de la memoria como espacio de resistencia en su propia condición de alteridad amenazante. La vejez de las viejas nos pone en alerta sobre los mecanismos de supervivencia en torno al envejecimiento del cuerpo y las limitaciones en un marco capacitista. Las preguntas que se desprenden de esto son ¿qué es lo que el cuerpo no puede dar en relación con lo que se produce? Y, a su vez, ¿qué tipo de producción es la que procede del cuerpo envejecido?

La vejez en clave crip

Hablar de la vejez activa representaciones en torno a lo improductivo, lo abyecto, lo baldío, lo mustio, lo inútil, lo descompuesto, con un largo etcétera. Así, es posible inferir, además, que la vejez se sitúa en el imaginario ligada estrechamente a la enfermedad. El deterioro de las capacidades físicas y el surgimiento de algunas dolencias próximas al envejecimiento conducen a la reflexión sobre la voz vieja en clave de lo crip. Porque, en este sentido, la vejez que habla constituye también una discusión al capacitismo. Así, el cuerpo anciano combate desde su existencia “la integridad corporal obligatoria” (Moscoso, 2009; McRuer, 2021) –una noción filiada a la de “heterosexualidad obligatoria” de Adrienne Rich. Como explica McRuer, el concepto de lo crip expone “el binarismo capacidad corporal/discapacidad como algo no natural y jerárquico (o cultural y político) en lugar de como algo evidente y universal” (2021, p. 62). En el marco de los disabilities studies, lo crip, factible de ser traducido como “lo tullido”, problematiza los límites de lo que se considera un “cuerpo normativo” y trabaja por desarticular aquello que se institucionaliza como un cuerpo “sano”, vale decir, apunta a exponer la arbitrariedad de la heteronormatividad capacitista (McRuer, 2021, p. 20).

En este sentido, lo crip y lo queer constituyen zonas que se aproximan y, como plantea McRuer, aportan prácticas críticas bajo el propósito de “crear alianzas entre grupos que conviven en un horizonte común de abyección” (2021, p. 108). Por este motivo, el envejecimiento se acerca a lo crip en tanto la degradación física, leída como improductividad y esterilidad, convoca a una expulsión del universo productivo que somete a los viejos al ostracismo y a la supervivencia precaria.

Asimismo, la reflexión crip denuncia la impostura de los discursos terapéuticos. La rehabilitación como marca de inclusión podría ser leída, en realidad, en términos de un violentamiento, muchas veces inferido por parte del Estado, sobre las idiosincrasias particulares de los procesos y las formas singulares de atravesar la vejez. Por este motivo, la inclusión es un mecanismo falaz: finalmente, pareciera que el “anciano rehabilitado” es aquel que no da muestras de serlo.

En línea con la teoría crip en la perspectiva de McRuer, el desarrollo conduce a preguntarnos cómo podría entenderse e imaginarse la vejez como una potencia de formas de resistencia a la homogeneización cultural sobre el paso del tiempo. La des-composición del cuerpo, en sintonía con McRuer, no solo tendría que ver con habilitar otras corporalidades por fuera del paradigma de lo “efectivo” sino con volver a mirar la des-composición como un proceso de degradación que se vuelve productivo en tanto permite dar cuenta de una composición orgánica que es prueba de vida, que es lo que posibilita un saber que es, a su vez, un “hacerse una historia”. Una composición que es también, en definitiva, materia de palabras.

En tanto condición de alteridad, es esa misma posición liminar la que ilumina pasajes y circuitos donde la expulsión y la abyección se vuelven plataformas para reencontrar indicios de comunidad (una misma lengua y una historia cultural común). Opresiones, cicatrices, silencios que permiten reconocer la patria de los que ya-no. Sin embargo, hay un planteo en relación con el tiempo que vuelve potencialmente productiva la marginación en una posición-otra. Dice Mancini: “El límite entre una persona de edad y un viejo está marcado por la sensación de que el futuro está en el pasado (…)” (2004, p. 2). Dislocando la idea de secuencialidad temporal, la vejez trastoca la cronormatividad y, en ese gesto problematizador, la denuncia. Hacerse una historia, por tanto, constituye mucho más que dar cuenta de lo vivido. Implica marcar el tiempo para poner de manifiesto su condición regulatoria y discutirla.

Solana (2016) analiza el tiempo naturalizado en términos de cronormatividad, tomando como punto de partida la idea de temporalidad queer.4 Siguiendo el curso del desarrollo de Freeman (2010), el concepto de cronormatividad aludiría a “un modo de implantación, una técnica por medio de la cual fuerzas institucionales llegan a parecer hechos somáticos”, vale decir, “formas de experiencia temporal que parecen naturales para aquellos que privilegian” (Freeman en Solana, 2016, p. 47). Así, el tiempo “se presenta como algo natural, una exigencia que parece nacer del interior de los cuerpos en lugar de revelarse como lo que verdaderamente es: productiva de los cuerpos” (Solana, 2016, p. 48. Resaltado en el original).

En esta línea, la vejez en la narrativa logra trabajar sobre la idea de un tiempo de más, de un exceso improductivo, de un sobrante de tiempo para convertir el pasado en futuro y, de esa manera, transformar la memoria en materia viviente, en estímulo y en proyección.

Sobre la cronormatividad como “el modo en que se ha construido y privilegiado cierto relato hegemónico sobre la organización del tiempo y (…) [una] naturalización [que] oculta su estatus socio-político” (Solana, 2016, p. 50), la voz de la vejez dispara sentidos nuevos al hacer emerger bloques que obstaculizan la secuenciación prevista. Fuera de la fábrica o de la reproducción, los viejos producen relato, construyen desde la palabra un producto que interrumpe una sintaxis lineal y ordenada. La interrupción de la vejez ilumina la potencia del destiempo que se convierte en la cualidad central de la narrativa que no le teme.

Coda

En la narrativa española de las últimas décadas podríamos identificar representaciones de la vejez, que circulan con diferentes propósitos. Sin ningún afán de exhaustividad y solo con el objeto de enunciar simplemente algunos ejemplos, se pueden reconocer en esta línea:

  1. - Relatos en los que la vejez emerge en relación con los géneros de la memoria en términos colectivos. El ejemplo más destacado en este sentido quizás sea la novela Soldados de Salamina (Javier Cercas, 2001), donde el personaje de Miralles figura una ilusoria potencia de verdad. Vale decir, algo que el anciano sabe es clave para alcanzar un cierto lugar de clausura. Sin embargo, la novela elige el lugar de la ambigüedad, devolviendo así también a la vejez su condición contradictoria y ambigua.

  2. - Relatos en los que la vejez se indaga en el seno de los vínculos. En este caso, los hijos y las hijas y los nietos y las nietas asumen una responsabilidad en relación con sus mayores y, progresivamente, van desplazando la historia desde una ajenidad cercana al rechazo a una empatía que transmuta en identificación. Un buen ejemplo sería Lo que olvidamos de Paloma Díaz-Mas (2016), novela en la que la vejez de la madre se vuelve una pregunta que interpela a la hija sobre las condiciones de construcción de la propia identidad.

  3. - Relatos en los que la vejez postula el problema del deseo de un cuerpo marcado como en des-composición. Las corporalidades maduras son habitualmente consideradas como estériles e inertes. Sin embargo, aparecen historias para exponer el modo en que el deseo transforma la percepción del tiempo volviéndolo en materia para el placer. Un ejemplo de esta línea lo encontramos en Otra vida para vivirla contigo (2013) de Eduardo Mendicutti.

Estas posibilidades de relato dejan expuesta una derivación aún más problemática: la de la vejez en potencia, la de quienes murieron en la juventud, la de quienes no llegaron a la vejez más que a través de sus contemporáneos. Un ejemplo de esto lo encontramos en Lúcidos bordes del abismo (2014), donde Luis Antonio de Villena reflexiona en su madurez sobre la historia de los hermanos Panero y expone entonces una ausencia: la de los compañeros de generación a quienes ha sobrevivido. Víctimas de los excesos de los setenta, los viejos que no están son un hueco en la representación.

En definitiva, un estudio sobre las representaciones de la vejez en la narrativa contemporánea permitiría constatar la productividad en la tensión de las generaciones y, a su vez, de qué modo la percepción del destiempo ilumina la potencia de una pregunta sin respuesta acerca de qué significa envejecer.

Referencias

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Notas

1 Este aspecto también ha sido señalado por otros historiadores como Philip Ariès en sus investigaciones sobre la infancia.
2 Una tradición que llega hasta nosotros con la tradición de los Papas longevos.
3 Una lectura en paralelo sobre algo similar al estilo de vejez es la que propone María Julia Ruiz (2021) con relación a la última etapa del proyecto autorial de Joaquín Sabina. Para Ruiz, la vejez se convierte en Sabina en un insumo teórico que le permite explorar nuevas figuraciones identitarias (o refiguraciones). Si el “estilo de vejez” se encuentra ya prefigurado en términos de obra en Catelli, en Ruiz se trataría de un modo de transformar la obra a la luz de los condicionamientos del presente.
4 Cuestión que la autora recupera de Carolyn Dinshaw y Elizabeth Freeman, fundamentalmente, pero también de Lee Edelman y José Esteban Muñoz, y propone leer sus implicancias a la hora de pensar el tiempo en otros autores clásicos.

Recepción: 13 Abril 2022

Aprobación: 23 Mayo 2022

Publicación: 17 Junio 2022

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