Olivar, vol. 16, nº 23, junio 2015. ISSN 1852-4478
Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria

 

ARTICULO/ARTICLE

 

El fuego aprisionado: artillería y pirotecnia en la poesía moral de Quevedo

 

Wolfram Nitsch

Universidad de Colonia
Alemania

 

Cita sugerida: Nitsch, W. (2015). El fuego aprisionado: artillería y pirotecnia en la poesía moral de Quevedo. Olivar, 16 (23). Recuperado de: http://www.olivar.fahce.unlp.edu.ar/article/view/Olivar2015v16n23a05

 

Resumen
A primera vista, Quevedo no parece muy amigo de las máquinas de su tiempo. En una pieza de artillería, por ejemplo, ve una invención típica de la ingeniería moderna que amenaza no solamente a la creación divina, sino también a la sociedad estamental. En el caso de la pirotecnia, sin embargo, su actitud hacia la técnica parece más matizada, como se puede ver en su soneto moral sobre el cohete. Si por un lado este artificio se opone a la naturaleza y engaña al hombre, se presenta por otra parte como un equivalente asombroso del texto poético.

Palabras clave: Artificio técnico - artillería - pirotecnia - poesía moral - Francisco de Quevedo

 

Abstract
A Quevedo did not like time machines. For example, in an artillery piece, he saw a threat to both the creation and for the stratified society. In the case of pyrotechnics, however, his attitude towards the technique seems more nuanced. If on one hand pyrotechnics opposes nature and deceives man, it is presented by another party as an awesome equivalent of poetic text.

Keywords: Technical device - artillery - fireworks - moral poetry- Francisco de Quevedo

 

 

Como lo muestra la aventura quijotesca de los batanes, el artificio técnico hace mucho ruido en la cultura y la literatura española del Siglo de Oro (Boyd/O’Reilly, 2014). No faltan textos de los siglos XVI y XVII que evocan, describen o explican las máquinas variadas que ganaron mucha impor­tancia en el imperio de los Austrias (García Tapia/Carrillo Castillo, 2002). Hay numerosos tratados especiales sobre navegación, fortificación y artillería, estu­dia­dos también más allá de los Pirineos (Merino Peral, 2003); hay amplios com­pendios generales como Los veintún libros de los ingenios y de las máquinas de Lastanosa o el Libro de instrumentos nuevos de García de Céspedes (García Tapia, 1989); y hay crónicas como los Comentarios reales del Inca Garcilaso de la Vega que detallan hasta las invenciones técnicas halladas en el Nuevo Mundo (Nitsch, 2011). Además de tales textos expositivos, varias obras literarias del renaci­miento y del barroco tratan de los artificios de la ingeniería. Todo lector de la litera­tura áurea recordará los molinos y la máquinas teatrales que preocupan al Caballero de la Triste Figura o bien las sofisticadas redes para pescar que admira el peregrino de la Soledad segunda. Si Cervantes y Góngora manifiestan una curiosidad tecno­lógica notable, su con­temporáneo Quevedo parece en cambio mucho más reservado frente a la maqui­naria de su tiempo. Sin embargo, persigue por su parte la reflexión literaria sobre la técnica, sobre todo en su obra satírica y en su poesía moral. Dos textos de este último género que se refieren a artificios de fuego me servirán para matizar la actitud de Quevedo hacia la inge­niería moderna. Mientras que el poeta se pronuncia rotundamente contra las ya ineluc­tables armas de fuego, celebra de una manera discreta los fuegos artificiales que pre­supo­nen un uso técnico muy similar del elemento ardiente, pero tienen también cierto parecido con el inge­nio poético. Para aclarar esta posición ambivalente, me parece necesario un breve estudio preliminar sobre la reflexión tecnológica en la literatura del Siglo de Oro.

Artificios: literatura y técnica en el siglo de oro

Cuando la novela, la comedia y la poesía áurea tratan de máquinas, recurren en general a dos interpretaciones distintas del artificio técnico, destacadas por el filósofo alemán Hans Blumen­­berg (2009). Por una parte, persiste una interpretación antigua según la cual la técnica engaña a la naturaleza. Como lo expone el tratado pseudo-aristotélico de las Cuestio­nes mecánicas, el artificio mecánico consigue producir efectos asombrosos, no permitidos por las leyes naturales, porque transgrede ingeniosamente estas leyes, como si se tratara de meras leyes políticas. La técnica es por lo tanto una especie de artimaña práctica que nos pone en con­diciones de vencer a la naturaleza que es más fuerte que el hombre; basada en la astucia, la fuerza propia de los débiles, nos permite «dominar artificiosamente lo que nos domina». A esto corresponde que en la mitología clásica los inventores por antono­masia son al mismo tiempo personajes taimados (Détienne/Vernant, 1974; Frontisi-Ducroux 1975). Como lo recuerda Pérez de Moya, el «ingenioso artí­fice» Dédalo sólo pudo construir su aparato de vuelo porque fingió recoger plumas para su mero entrenamiento; y el divino herrero Vulcano no inventó únicamente «nuevos y sutiles arti­ficios» como los relámpagos tronadores de Júpiter o el fuego artificial, sino igualmente «ardides y sutiles maneras», por ejemplo cuando atrapó a Marte y a Venus en una red de alambre (1995: 230–231, 487–488).

Si esta interpretación antigua sigue vigente en el Siglo de Oro, sobre todo con respecto a las máquinas de ilusión, compite por otra parte con una interpretación moderna que subraya la violencia de la técnica frente a la naturaleza. Conforme a esta interpretación resumida por Galileo en su tratado sobre los instrumentos mecánicos, la invención técnica resulta de una aplicación metódica de las leyes naturales que el hombre no puede trans­gredir, pero sí utilizar contra la naturaleza misma. Basada en las abstracciones de la ciencia, la técnica constituye por así decir una segunda o contra-naturaleza, capaz de someter y de dominar el mundo natural. Esta nueva visión de la ingeniería humana se debe sin duda en primer lugar a la aparición de las armas de fuego a finales de la Edad Media (Simon, 1982). No sin razón la artillería es celebrada como la «machina de la machinas» por García de Céspedes, dado que reúne de manera ejemplar dos rasgos característicos de la maquinaria moderna (1606: 43 verso). Por un lado, a diferencia de las armas medievales, el cañón y el arcabuz ya no parecen vinculados con gestos humanos. Funcionan gracias a una explosión que se produce en una cámara invi­sible y disparan a gran distancia, de suerte que multiplican el efecto distancia­dor que según Ernst Cassirer caracteriza todo artificio mecánico (1985: 67–88). Por otro lado, las armas de fuego tienen un poder de destrucción tan asombroso que a muchos ya no parecen inven­ciones humanas, sino diabólicas. Ambos aspectos son resumidos en la amplia entrada «arcabuz» del Tesoro de la lengua castellana: según Covarrubias, la palabra designa «un arma forjada en el infier­no inventada por el demonio» y proviene «de arca, que es lo que por otro nombre llaman cámara, y buso, que vale agujero, o cañón», si no se explica «por haber­se subrogado [el arcabuz] en lugar del arco» y por hacer pelear a los arcabuceros «con alguna distancia, como hacían los arqueros» (1611: 83–84).

Si la literatura áurea recurre a estas dos interpretaciones, si subraya tanto lo engañoso como lo violento del artificio técnico, no lo hace sin embargo de manera explí­cita. En general, refleja de modo más discreto sobre la técnica, considerándola en el espejo del mito, de la magia o de la retórica poética. Primero, emplea a menudo com­paraciones mitológicas para destacar lo característico de las máquinas (Nitsch, 2008). Por una parte, muchos textos comparan el inquietante poder de la técnica moderna al poder terrífico de los dioses de la antigüedad, a quienes los griegos y los romanos dieron nombres para conjurar su propio terror ante la naturaleza. Así, Garcilaso iguala el estruendo de la artillería francesa al trueno emitido por el divino lanzador de relámpagos, cuando admira «aquel fiero rüido contrahecho / d’aquel que para Júpiter fue hecho / por manos de Vulcano artifi­ciosas» (1995: 33). Por otra parte, como ya se puede ver este símil, varios textos establecen una analogía entre lo «contrahecho» del artificio mecánico y la propensión de los dioses míticos al engaño que resulta de la división greco-romana del poder divino entre varios actores. De tal modo, Góngora califica la triple red de pescador evocado en la Soledad segunda como un «laberinto nudoso, de marino / Dédalo, si de leño no, de lino» (1994: 431). A la manera del mítico constructor del laberinto de Creta, el cordelero ha creado un artificio engañoso para someter totalmente a la fauna marina.

Un segundo espejo empleado en las reflexiones tecnológicas de la literatura áurea es la magia (Nitsch, 2005). No es raro que la ingeniería parezca vinculada a una manipulación sobre­natural de la naturaleza, tal como la religión cristiana la atribuye a la magia del demonio. Se imagina que la iniciación a la técnica tiene lugar en secreto, que las máquinas salen de un lugar oculto y algo infernal. Así, se dice de la «maravillosa máquina» de la cabeza parlante descripta en la segunda parte del Quijote que ha sido «hecha y fabricada por uno de los mayores encantadores y hechiceros que ha tenido el mundo» en un «apar­tado apo­sento» de una casa barcelonesa. Empero, al final del episodio queda claro que la «cabeza en­can­tada» es una obra maestra de la magia artificiosa que no interviene en la naturaleza misma, sino solamente en los sentidos del espectador. En vez de probar el poder del diablo, el artificio parlante produce una ilusión perfecta mediante un «cañón» de hojalata que transmite la voz de un hombre escondido en el sótano de la casa; mientras que según la leyenda proviene de la cueva de un encantador, según la explicación posterior del narrador cervantino se basa en la tramoya de un ilusionista. Sin embargo, el engaño de la magia artificiosa tiene el mismo impacto como la violencia de la supuesta magia diabólica, de suerte que la Santa Inquisición manda destruir la máquina maravillosa (1998: 1132–1142)1.

Tercero y último, los textos literarios que tratan de artificios técnicos tienden a asemejar­­los a sus propios artificios retóricos y poéticos. También mediante esta ana­logía meta­poé­tica ponen de relieve o el aspecto violento o el aspecto engañoso de la técnica. Si Góngora al parecer de sus adversarios escribe poemas tan artificiales que fuerzan el orden natural de la lengua española, él mismo celebra esta fuerza verbal en un soneto que no solamente describe un dedo aprisionado en una sortija ingeniosa­mente labrada, sino demuestra al mismo tiempo su propia calidad de ingeniosa prisión poética (Góngora 1982: 160). El cárcel metálico del anillo y el cárcel poético del soneto recurren a una vio­lencia semejante para transformar una naturaleza deficiente (Nitsch, 2004). Otros poetas subrayan en cambio el efecto enga­ñoso que sus textos comparten con las máquinas que evocan. Antes de explicar el meca­nismo de la cabeza parlante, el narrador del Quijote confunde tanto al lector como el inventor de la «maravillosa máquina» confunde al espectador inadvertido. Sin embargo, la explicación posterior y además varias señales de ironía muestran que el texto literario se distingue del artificio técnico por la capacidad de reflejarse a sí mismo. Es este nivel suplementario de reflexión que según Bruno Latour marca la diferencia entre los «seres de la ficción» y los «seres de la técnica» con los cuales com­parten el poder de transformar el mundo de una manera aun más imprevisible que los ‹seres de la metamorfosis› conjurados por la magia (Latour 2012: 248). Mientras que las máquinas materiales ocultan su mecanismo, el texto poé­tico puede declarar su calidad de máquina verbal capaz de alterar el universo de su lector.

La artillería según Quevedo: una prisión peligrosa

Cuando Francisco de Quevedo habla de las máquinas de su tiempo, parece confirmar la fama de ser un autor conservador, a pesar de sus indiscutibles innovaciones poéticas. Mientras que le ocurre elogiar ciertos artificios tradicionales, por ejemplo el reloj de cam­pa­­nilla que señala la brevedad de la vida humana por «advertencias sonoras repeti­das» (Quevedo 1969: n° 140), adopta una actitud mas o menos crítica frente a importantes invenciones modernas como la imprenta de Gutenberg o el telescopio de Galileo (Doetsch, 2002; Kramer, 2009). Entre ellas cuentan también las armas de fuego y los fuegos artificiales, dos innovaciones técnicas que forman un conjunto en varios tratados de artillería del siglo XVII (Ufano, 1613; Firrufino, 1642). La poesía moral de Quevedo, sin embargo, no las trata de la misma manera. Las armas de fuego son el objeto de una crítica severa en la silva Al inventor de la pieza de artillería (1969: n° 144)2. Como ya lo anuncia el título del poema, esta crítica no se dirige tanto a la misma artillería como al ingeniero responsable de su aparición en las batallas modernas. Aquel inventor anónimo es advertido póstumamente de los peligros vinculados a su invento y execrado por haberlo legado a la humanidad. Gracias a esta personalización consecuente, el texto quevediano puede insistir tanto más en la violen­cia que en varios respectos caracteriza la «máquina de la máquinas» de la modernidad temprana.

En la primera parte que se dirige al inventor en persona, como si fuera un contem­poráneo y pudiera todavía desechar su invención asombrosa, la silva evoca la violencia inherente al mero mecanismo del cañón y que precede aún su uso militar. Ya la estrofa inicial subraya que el cañonazo presupone el encarcelamiento del fuego, a saber del más indomable de los cuatro elementos naturales:

En cárcel de metal, ¡oh atrevimiento!,
que al cielo, si es posible, da cuidado,
¿quieres encarcelar libre elemento,
aun en las nubes nunca bien atado? (1969: n°144, vv. 1–4)

Empero, aprisionar a este «monarca de elementos» (v. 27), encerrarlo «en cóncavo metal» (v. 61) para que se someta completamente a la voluntad humana, equivale a violentar la naturaleza entera. Al respecto, otras formas de su dominación técnica parecen bastante blandas, incluso la navegación que trata de domar al «mar furioso», cruzándolo en naves construidas con la madera de «selvas enteras» y propulsadas gracias a la «sucesiva dili­gencia» del viento3. Apoderarse del fuego parece además un acto altamente soberbio, ya que este ele­mento es el instrumento por excelencia de la ira divina. El poema alude no solamente al mito clásico de Salmoneo que fue fulminado por Júpiter porque quiso simular sus relám­pagos tronadores con antorchas, artilugios de bronce y caballos trapaleantes4. Alude tam­bién a la «llama justiciera» del Dios bíblico que espera a los condenados en el juicio del «postrer día» (vv. 29–30). El aviso es claro: el que pretende imitar el fuego divino mediante un fuego aprisionado no tardará a merecerlo por arrogarse un dominio ilegítimo sobre la naturaleza.

Después de vincular el origen de la artillería a una transgresión violenta del orden natural y divino, la silva trata de su efecto no menos violento sobre la humanidad y la sociedad. En el marco de una execración contra el inventor del cañón, pronunciada con mayor distancia histórica y gramatical, el locutor lírico evoca los daños importantes que causa la «máquina inmensa» (v. 61), tan pronto como al «cárcel de metal» se juntan un dispositivo de puntería y un artillero bien entrenado. Gracias a su gran impacto, capaz de derribar hasta los muros más fuertes, el cañón siembra la muerte en una medida no vista desde las devastaciones de la peste. Por eso el inventor es acusado de ser lisonjero a la «muerte negra» (v. 65) o de haber descansado a la «muerte fría» (v. 94) con los golpes atronadores que producen las armas de fuego. A este peligro existencial se suma un peligro social. Si los cañones amenazan la vida de todos los hombres, amenazan además el orden de la sociedad estamental. Siguiendo el modelo de Ariosto y de Cervantes, Quevedo opone las nuevas armas estrepitosas a las «armas bien templadas» (v. 84) de los guerreros cele­brados en las novelas de caballería5. Gracias a su gran alcance, al combate personal entre caballeros se sustituye un combate impersonal a distancia en el cual el buen certero cuenta más que el esgrimidor valiente: «ya matan más los ojos que las manos» (v. 72). Pero este distanciamiento tan propio al usuario de una máquina moderna comporta también un peligro para él mismo. Como lo sugiere la parte final del poema, otra vez dirigida directa­mente al inventor del cañón, ni siquiera el ingeniero puede controlar a fondo el «polvo inobediente» (v. 79) que encierra en la cámara invisible. Arriesga al contrario ser eclipsado por su ingenio al que se acordará la gloria de la victoria, mientras que a él le quedará «sola la osadía y la malicia» (vv. 87–88). Aún si no provoca el merecido castigo divino por su soberbia prometéica, tiene que contar con la venganza del fuego terrenal que «a su pesar» (v. 75) habita la prisión de bronce en forma de pólvora negra. acá

Señalando con tanta insistencia la violencia inherente a la construcción y a la aplicación de la pieza de artillería, la silva quevediana dispara una verdadera descarga poética contra la máquina moderna por excelencia. Es cierto que hay un contraste llamativo entre lo destructivo de la técnica evocada y lo ingenioso del poema evocador (Cacho Casal, 2012: 143). Pero la imagen del cañón presentada aquí resulta sin embargo mucho menos matizada que la imagen del mismo invento en otros textos de Quevedo. En la sátira La hora de todos, por ejemplo, la amenaza por la artillería parece menos grave que la amenaza por la imprenta, ya que en ésta invención se basa un poder mucho más inquietante que el poder militar, a saber el poder burocrático de los letrados: «plomo contra plomo, tinta contra pólvora, cañones contra cañones» (Quevedo, 1987: 302). Y el tratado sobre la Providencia de Dios incluso destaca un aspecto positivo en la invención que domó por completo al fuego, «disimuló en menudo polvo sus impaciencias, y aprisionó su ímpetu en los cañones de metal, que con truenos y relámpagos imitan los enojos de las nubes». En la medida que se subraya lo irracional y lo impetuoso del fuego, la artillería se presta a enseñar alegóricamente el control racional de los afec­tos -tal como la pirotecnia que «a tan severo y despiadado elemento hizo juglar y ocasión de risa en las fiestas, atándole en un papel» (Quevedo, 1979: 1550a). Considerados como alegorías morales, los nuevos artificios de fuego ganan para Quevedo un prestigio in­espe­rado. Es por eso, pero no solamente por eso, que aun más que por las armas de fuego se interesa por los fuegos artificiales.

El cohete de Quevedo: un centelleo ingenioso

También la pirotecnia preocupa tanto a Quevedo que ha consagrado un poema entero a este tema. Se trata de un soneto moral poco comentado que describe el vuelo de un cohete, a saber, un elemento decisivo de los fuegos de artificio que producen un gran efecto en las fiestas del Siglo de Oro (Salatino, 1997). El locutor se dirige a un espectador de tales espectáculos para avisarle que no se deje engañar por esta refinada máquina de ilusión:

No digas, cuando vieres alto el vuelo
del cohete, en la pólvora animado,
que va derecho al cielo encaminado,
pues no siempre quien sube llega al cielo.

Festivo rayo que nació del suelo,
en popular aplauso confiado,
disimula el azufre aprisionado;
traza es la cuerda, y es rebozo el velo.

Si le vieres en alto radïante,
que con el firmamento y sus centellas
equivoca su sitio y su semblante,

¡oh, no le cuentes tú por una dellas!
Mira que hay fuego artificial farsante,
que es humo y representa las estrellas6. (Quevedo, 1969: n° 110)

Como la silva Al inventor de la pieza de artillería, el soneto evoca primero el mecanismo y después el efecto de la máquina en cuestión. Sin embargo, la presenta a una luz distinta. Si el poema sobre el cañón hace resaltar lo violento de la técnica moderna, el poema sobre el cohete pone de relieve la parte del engaño en la maquinaria relacionada con la pólvora negra. Según la segunda estrofa del soneto, ya el mero dispositivo del cohete comporta varias artimañas de ingeniería. Aquí, lo que está «aprisionado» no es el fuego mismo sino el azufre que lo «disimula» (v. 7); y éste se esconde por su parte detrás del «velo» o velamen de papel que impide descubrir la pólvora que anima el artificio volante a la manera de un «rebozo» (v. 8). A este doble disimulo se agrega otra «traza» (v. 8) que consiste en crear una distancia entre el cohete y el pirotécnico que lo hace estallar. Gracias a la «cuerda» (v. 8) o mecha que transmite el fuego la antorcha que lo enciende puede ser ocultado a su vez al público del espectáculo nocturno. Mientras que en las armerías el fuego sufre un en­carcelamiento brutal, es objeto de un disfraz teatral en las plazas de fiestas. Sólo por su mecanismo que recuerda las tramoyas del escenario barroco el cohete ya merece ser llamado un «fuego artificial farsante» (v. 13).

En primer lugar, sin embargo, esta metáfora histriónica se refiere al efecto del artificio pirotécnico, resumido en la octava y detallado en el sexteto. Tal como un «rayo» inverso que no viene de las nubes, sino que al contrario nace del suelo y sube al cielo, el cohete parece llegar a ocupar un «sitio» en el firmamento. Esta impresión equivocada es provocada por su semblante luminoso que lo asemeja a los astros ubicados allí. Con sus centellas artifi­ciales «representa las estrellas» (v. 14) a la manera de un comediante o una apariencia de teatro. Propulsado por un fuego ingeniosamente disimulado, termina por simular el centelleo celeste. Pero el éxito del simulacro depende de la mirada del espectador. El cohete engaña solamente a un público inocente que celebra el efecto espectacular con «popular aplauso» (v. 6); no engaña a un observador advertido que sabe reducir la aparición seudo-celestial a una máquina algo infernal, animada por el azufre y condenada a volverse en humo. Por sus avisos directos pronunciados al principio de la primera y de la última estrofa, el locutor del poema se propone de transformar al simple aplaudidor en crítico discreto.

Esta lección se puede leer de distintas maneras. En las raras anotaciones al soneto del cohete predomina una lectura alegórica, sugerida ya por el primer editor de Quevedo, González de Salas, quien agregó el titulo llamativo Contra los hipócritas y fingida virtud de monjas y beatas, en alegoría del cohete. Interpretado de este modo, el «fuego artificial far­sante» tiene un claro significado moral, compatible con el estoicismo cristiano del poeta. Representa a una persona hipócrita que finge una vida virtuosa y por ello pretende ir al cielo lo más pronto posible. Una tal lectura es apoyada por algunas palabras equívocas que pertenecen tanto al vocabulario eclesiástico como a la terminología técnica. La «cuerda» o mecha del cohete puede ser también la cuerda de un hábito de monje; el «velo» o velamen de papel que disimula la pólvora sulfúrea puede referirse al mismo tiempo al «velo» textil de una monja habitada por el demonio. Además, la observación sentenciosa de que «no siempre quien sube llega al cielo» (v. 4) no estaría fuera de lugar en un libro edificante. Leído así, el soneto parece remitir a los tratados doctrinales de Quevedo, en particular a la Virtud militante contra las cuatro pestes del mundo donde la alegoría del cohete aparece de nuevo:

No de una manera sola es la pólvora retrato de la soberbia, pues en los cohetes representa el principio, medios, y fines de todos los soberbios: sube el cohete con gran ruido y con aplauso festivo, en lo alto se mira estrella al parecer en el lugar, y la luz instantáneamente desciende en humo y ceniza. Y ninguno de los que le aplauden viéndole subir ignora lo poco que ha de durar y lo breve en que ha de caer, así que ninguna cosa retrata tan vivamente la presunción de los soberbios como las bufonerías del fuego7. (Quevedo, 2010: 531–532)

A pesar de la semejanza patente entre el texto didáctico y el texto lírico, hay no obstante una diferencia importante: mientras que según la Virtud militante el público se da cuenta de que la subida al cielo es un engaño momentáneo, el espectador apostrofado en el soneto lo reconoce tan poco que el locutor tiene que insistir en su amonestación.

Esta diferencia sugiere otra lectura, fundada en el sentido literal del poema. Me parece que a la lección moral se agrega una lección técnica y estética, pronunciada por un fino conocedor del teatro barroco. A medida que el locutor presenta el mecanismo y el efecto del cohete, no puede ocultar su admiración por el firmamento hechizo que aparece al final de la subida veloz. Por varios artificios sintácticos y fonéticos imita el espectáculo engañoso que intenta estorbar por la advertencia reiterada. El epíteto «radïante» (v. 9) se refiere tanto al cielo estrellado como al fuego artificial cuya característica es subrayada aún por una diéresis digna de Góngora, el defensor de la artificialidad poética. Asimismo, las «centellas» evoca­das en el verso siguiente se pueden vincular no sólo con el firmamento, sino también con el cohete que finge inscribirse en la esfera celeste. En fin, llama la atención que la última palabra del poema está reservada a las «estrellas» simuladas por el artificio y no al «humo» que marca la trayectoria del vuelo. Es cierto que la mención del «fuego artificial farsante» en el pen­último verso hace oír el ruido que, según Covarrubias, el cohete o «cophete» hace «antes que dispare» y «que suena coph»; pero este silbido muy profano acaba por perderse en el silencio majestuoso de las estrellas. En vista de todo eso, hasta el significado de la adver­tencia final parece dudoso. Si el espectador del fuego artificial debe «mirar» la discrepancia entre la técnica terrestre y el efecto celeste, puede elegir entre la consideración morosa y la admiración curiosa. Está claro que, al elegir la segunda opción, el lector barroco no admira la pirotecnia por su fugacidad altamente moderna, como lo hará Adorno en su Teoría estética (Adorno, 1970: 125–126). Sin embargo, la admira quizás por su teatralidad persuasiva, tan distinta del terror de la artillería8. Una tal admiración estética es favorecida por la breve­dad de la descripción que termina cuando el cohete estalla en el cielo y no menciona los perjuicios posibles que el fuego artificial puede ocasionar en la tierra. La Soledad primera de Góngora, por ejemplo, no evoca los fuegos de artificio que preceden una boda campesina sin ponderar el peligro de que transformen la aldea en un «campo […] estéril de ceniza», como si fueran armas de fuego pesadas9. El soneto de Quevedo, en cambio, prefiere detenerse en el momento más luminoso del espectáculo nocturno. Pre­senta el artificio pirotécnico como la máquina de las máquinas de simulación, digna de imitación poética.

 

Notas

1Sobre este episodio, véase Paz Gago (2006: 71–81) y Nitsch (2006).

2 Para un comentario detallado, véanse Moreno Castillo (2001) y Cacho Casal (2012: 129–158).

3 Compárense vv. 42–43, 54. Sobre la crítica de la navegación en otros poemas morales de Quevedo (n° 136, 138), véase Rey (1995: 81–84).

4 Virgilio, Eneída, VI, vv. 585–594.

5 Acerca de la invectiva contra las armas de fuego en el Orlando furioso de Ariosto, citado amplia­mente por Covarru­bias con respecto al arcabuz, véase Föcking (2014).

6 Quevedo, 1969: n° 110. Para un comentario instructivo del poema, véase la edición de Alfonso Rey (Quevedo, 1992: 244–245).

7 Quevedo, 2010: 531–532. Compárese Candelas Colodrón (2007: 44).

8 Una tal interpretación positiva del cohete se dibujará también en la empresa n° 15 de Saavedra Fajardo que aconseja al príncipe cristiano el aspirar a la fama y a la gloria «sin reparar en que la actividad es a costa de la materia, y que lo que más arde más presto se acaba», tal «como los fuegos artificiales arrojados por el aire imitan los astros y lucen desde que salen de la mano hasta que se convierten en cenizas» (Saavedra Fajadro, 1999: 309).

9 Góngora (1994: 325–327). Acerca de los daños importantes causados por algunos fuegos artifi­ciales de la edad barroca, véase Salatino (1997: 20–21).

 

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